yo 
compañeros 
una noche como ésta que
nos empapan los rostros que a lo mejor morimos 
monté en el camellito que esperaba en sus ojos 
y me fui de las costas tibias de esa mujer 

callado como un niño bajo los gordos buitres
que me comen de todo 
menos el pensamiento
de cuando ella se unía como un ramo
de dulzura y lo tiraba en la tarde 


Juan Gelman. "Mujeres" (fragmento)

DE PARO de Mónica Debuchy


Mi maestra de segundo grado era una persona mayor para mis ocho años. Ella tendría alrededor de cuarenta. Madre de cinco hijos y vecina mía. Su hija Monina era de mi edad y mi compañera de juegos en la vereda.

Recuerdo todavía las normas de urbanidad impartidas por mi señorita Irma: bien sentadas en el banco con la espalda derecha, solo los antebrazos sobre el pupitre. Para leer, paradas en el frente con los pies juntos, tomar el libro con la mano izquierda y pasar las hojas con la derecha sin mojarse el dedo ni balancearse. Cuando era yo la que leía rogaba que en la lectura no hubiese signos de interrogación o exclamación porque a veces los confundía y cambiaba el sentido del texto. En los puntos aparte, teníamos que levantar la vista y hacer una breve pausa, contando uno... dos... tres... mentalmente. Yo me había fijado un punto para no equivocarme, miraba siempre el cuadro de Sarmiento colgado en la pared arriba del pizarrón y con terror de no encontrar la misma línea al continuar.
Un día llegué a clases y me enteré de que se suspendían; los maestros estaban de paro. Aproveché la ocasión para acompañar a mi padre a realizar sus trámites bancarios. Durante el camino le pregunté qué significaba la palabra paro. Me explicó que es dejar de trabajar para llamar la atención a otras personas y obtener algo. “A los maestros siempre se les pagó una miseria”, agregó. “Todos los gobiernos se ponen anteojeras para no ver la realidad docente”. Yo no entendí bien esta última frase, pero me quedé callada.
Caminábamos por San Martín, la calle principal, cuando descubrimos un amontonamiento. La gente no avanzaba. Era por culpa de los maestros que  cortaban el paso manifestando frente a la gobernación. Estaban en el medio de la calle, con sus delantales puestos, sentados en sillas tijeras. Cada uno sostenía un paraguas, pese al sol radiante. Descubrí a mi maestra, la señorita Irma. Ella también estaba con su paraguas abierto y de él colgaba un cartel que decía: "Esperamos que nos llueva el escalafón” ¡Pobres maestras! No tenían plata ni para comprarse un calefón. Se bañarían en la tina, calentando agua en un mechero. ¡Y la señorita Irma siempre tan limpita y encima con cinco hijos! Imaginar todo eso me produjo una gran angustia. ¿Dónde podría conseguir un calefón usado para regalarle? Ese día la quise un poquito más, no sé si por su sacrificada vida sin calefón o por su sentido de lucha.
A la semana siguiente llegamos al grado y encontramos otra maestra, una suplente. La directora nos explicó que Irma no iba a estar más con nosotras, que había sido separada del cargo y enviada a una escuela rural; que Sonia, la nueva, era recién recibida, que tenía muchas ganas de trabajar y que seguramente pronto la íbamos a querer como a Irma. Yo escondida debajo del banco me sequé las lágrimas con el ruedo del delantal. Pese al bajo rendimiento escolar que tuve a partir de ese momento, a fin de año pasé a tercer grado. En ese mismo establecimiento terminé el primario, el secundario y me recibí de maestra. Después me casé y vine a vivir a Buenos Aires. Nunca olvidé mis años de alumna, creo que los más felices de mi vida.
Al cumplir los veinticinco años de egresadas, retorné al colegio; nos encontramos todas,  ya señoras de, profesionales, madres. Pregunté por la señorita Irma.
– ¿Cómo, no sabías?
– Hace veinte años que vivo en otra ciudad.
– Murió el año pasado. Su segunda hija ¡gue… rri… lle… ra! ¡mon... to… ne… ra!  Abogada y defensora de presos políticos, desapareció una noche de junio de 1976. Alguien la reconoció  en un campo de concentración, en la  Perla. Su  madre, ya anciana, soportó poco tiempo tanto dolor –me informó una compañera y siguió mostrando fotos de su último veraneo en el Caribe.
Guardé silencio con un nudo tremendo en la garganta. ¿Monina, su hija, mi amiga? La que me prestaba los patines, la que siempre intervenía para apaciguar nuestras riñas infantiles. Ya no me interesó más el reencuentro, no me importaban los comentarios de mis antiguas compañeras sobre lo difícil que es educar hijos adolescentes o de las clases de aerobic que debían tomar en la semana para mantenerse en forma.
Su madre luchó por los salarios docentes, su hija defendió a los que pensaban distinto. Terminé preguntándome: ¿el sentido de lucha, el compromiso, la militancia, se transmite por genes o por ejemplos de vida?
Hoy salí temprano de la oficina. Al llegar a Avenida de Mayo, el colectivo no avanza más. ¡Son los docentes!, comenta un pasajero. Me bajo. Veo una forma distinta de protestar a la que yo recordaba. Los que encabezan la marcha llevan sobre su pecho un cartel que dice "Maestro ayunando”. Atrás de  una inmensa bandera cientos de colegas, padres, alumnos y muchas pancartas: Condiciones deplorables de trabajo. Salarios de hambre. Falta de capacitación. Recortes y deudas salariales.
Aquella vez estaba acompañada por un adulto. Esta vez podía decidir yo. Comienzo a caminar junto a ellos. ¿Cuánto tiempo pasó entre uno y otro acontecimiento? ¡Muchísimo! Pero los reclamos siguen siendo los mismos. ¿Y las respuestas cambiaron? Miro hacia arriba. Asomada a un balcón, con su delantal blanco, almidonado y sosteniendo el paraguas negro en la mano derecha, una anciana me dice que no con la cabeza. 

ESE HOMBRE de Eleonora Delfino

– ¿Lo vio a ese hombre, don Pedro? –le preguntó entusiasmada doña Rosa.
– Desde lejos, nomás. No es muy alto. Dicen que es el diablo.
– Yo lo vi, así de cerquita. Es el diablo nomás, tiene los dos ojos rojos.
– ¡ No mientas, Cachito!
– No hables, si vos no estabas, Martita.
– Ahora voy para allá, le voy a llevar una sopa caliente.
– Ni se te ocurra, niña malcriada.
– Voy a ir, él pidió comida, me lo dijo un soldado.
– No vas a ir, niña del infierno, vas a obedecer a tu madre.
– Doña Rosa, no se preocupe. Si pidió sopa no debe ser el diablo, ahora que estoy pensando –dijo asombrado Cachito.
– Don Pedro, ayúdeme a convencer a esta niña mal educada. ¿Y si me la toca?
– Los soldados van a estar con ellos. Además se lo veía muy mal al hombre, herido, no tenía botas, sólo un cuero atado con sogas en sus pies.
– Es el diablo, no solo tenía los dos ojos rojos, sino también le salía humo de la cabeza. Los soldados le tienen miedo, además pidió sopa pero todavía no se la tomó –sentenció Cachito.
– Don Pedro, ahí viene su hijo, el maestro.
– Felipe, ¿viste al hombre?
– Según los soldados no tiene alma. Viene a quitarnos las tierras y a tomar a nuestras mujeres.
– Les dije. ¿Dónde está la Martita?
– Le vi entrar en la escuela con un plato de sopa –dijo Felipe.
– ¡Mi niña! Me voy a caer...
– Doña Rosa, no se preocupe, espere a ver: si toma la sopa no es el diablo, si no la toma yo desconfiaría –dijo Cachito.
– Yo no creo que sea tan malo. El Huesito, cuando lo vio, se fue con él. Le movía la cola. Está en la puerta de la escuelita, esperándolo.
– Si los perros lo quieren no ha de ser tan malito el hombre ese –dijo don Pedro tratando de calmar a la señora.
El sol se escondió detrás de las apocalípticas nubes negras. El viento dejó de soplar. El silencio aterrador se apoderó del lugar. No se escuchaba ni el canto de los pájaros. Los pobladores se miraban sin saber el motivo. A lo lejos, una ráfaga de metralla se escuchó. La campana de la pequeña capilla había sonado unos minutos antes. Eran las 13:10 horas.
Martita llegó corriendo, gritando “me lo han matado, nos lo han matado. Era tan bello, sus grandes manos, sus ojos tristes, su clara mirada”.
– ¿Hablaste con él?
– Le pregunté por qué estaba por estos pagos y me dijo: “¿No ves el estado en que viven los campesinos? Son casi salvajes, viven en un estado de pobreza que deprime el corazón, con un único cuarto en el que duermen y cocinan y sin nada con qué vestirse, abandonados como animales. Viven sin esperanzas. Así como nacen, mueren, sin siquiera ver mejoría alguna en su condición humana".
La suave brisa del mediodía empezó a soplar, cada vez más fuerte. El sol apareció en el horizonte, dando más luz y calor que otros días. Los pájaros cantaban. A lo lejos un helicóptero alzó sus hélices. El ruido ensordecedor. La tierra. Los soldados corriendo alrededor. Y ellos mirando. Y ellos observando. Se tomaron las manos, con lágrimas en los ojos y una sola pregunta en sus labios: ¿Por qué lo mataron?

CINCO CHICOS Y UN GATO de Haydeé Basso

Tenían un gato. Los chicos tenían un gato. Casi recién nacido, tendría poco menos de un mes. Lo tocaban  mucho. Eran cuatro varones y una nena. Ella era alta. Iban por los siete a los nueve o diez. Llevaban al gato en una mochila. La mochila de los chicos era de todos. Ora la llevaba el mayor, ora la niña. Al llegar a ese sector de la plaza, se llamaron unos a otros. Ahí, frente a mí, se reunieron y un poco después, se dispersaron. Sacaron al gato de la mochila, el mayor de los varones lo tocaba. El mayor de los varones era alto y enjuto. El mayor de los varones le tocaba al gato la cabeza, le tocaba el hocico con movimientos impetuosos, discordantes. Se lo subió al pecho. El gato berreaba un poco. Los demás se separaron y ahí quedaron frente a mí el mayor de los varones y la niña. La niña era esbelta y tenía una remera rosa. De la mochila común sacó un lápiz y un papel y comenzó a dibujar. La niña me miraba de vez en cuando de reojo. El mayor de los varones puso el gato en el piso. En el piso de la plaza justo enfrente de donde yo estaba. La luz de las dos de la tarde atravesaba San Telmo. A mí me había seducido una promoción  de cerveza y un poco de sombra más que el inminente show de tango que se daría en la plaza. Detrás de los niños había un cerco y en el medio un árbol, a la izquierda el paisaje era simétrico. Una ronda de mesas pespunteaba a cada lado los dos árboles. Hacía calor. Los más pequeños habían regresado. El del medio sacó de la mochila común una bolsa que contenía algo oscuro. Cuando abrió la bolsa todos los demás se echaron para atrás, se taparon la nariz. La bolsa que sacó de la mochila quedó cerca del árbol. El niño pequeño trajo papas fritas. El niño pequeño era morrudo y blanco y no se parecía al mayor ni al del medio. El niño pequeño puso las papas fritas en un desprolijo damero al que se acercaba el gato. Pero cuando el gato llegaba a la papa frita que estaba más cerca, el niño pequeño la acomodaba más lejos de modo que el gato no la alcanzaba. El niño pequeño dejó en paz al gato. Sacó otro lápiz de la mochila. El mayor se llevó al gato al árbol que estaba ubicado simétricamente a mi izquierda.
– ¡Ahí no que hay virus! –intervino la chica.
Se miraron. Me miraron. Entonces le pregunté a la niña cómo se llamaba y si iba a la escuela. Se llamaba Viki y estaba en cuarto. Los dos chicos pequeños, el de la bolsa nauseabunda y el de las papas fritas, y la niña eran hermanos. El mayor era hermano del otro más delgado y menor que él. Los dos se parecían mucho. Tenían el pelo corto. Los dos se fueron con el gato donde estaba el virus. Los dos hermanos de pelo corto volvieron con el gato. Un niño pequeño que llevaba chupete se puso frente a los cinco y al gato. El niño con chupete se interesaba por sus compañeros etarios. Cuando abrí los ojos un padre se llevaba al niño de chupete, en brazos. El pequeño del grupo era hermano de Viki y se llamaba Dylan. Me acercó el papel donde había estado escribiendo su nombre. El niño pequeño había escrito su nombre en el papel e iba a primer grado. Tomé el lápiz:
– J de Juan, A de amor, R de risa, y A ¿de?
– Árbol.
El pequeño del grupo se llamaba Dylan Jara, e iba a primer grado “C”.  El gato lloraba. El chico del chupete había regresado. Esta vez le tocó a la madre llevárselo. Estaban en una mesa bastante alejada, detrás del árbol.
De algún lado apareció otra niña. Era rubia, algo regordeta, tenía la cara inflamada y de los ojales de sus ojos brillaban dos estrellas. La niña de los ojos de estrella se acercaba a mi mesa. Los cinco chicos la miraron. Los cinco empezaron a moverse en derredor. En derredor la estudiaron, parecían abejas alrededor de una flor. La siguieron así a cierta distancia. No le hablaron. La niña de los ojos de estrella sacó con delicadeza unas hebillas para el cabello de punzante terminación que tenía prendidas a un cartoncito y lo puso sobre la mesa. La niña de los ojos de estrella hizo lo mismo en las mesas vecinas, mientras los cinco chicos, los tres varones y la niña la seguían con la mirada, la seguían con un cierto perfilarse de sus cuerpos y el gato se quedaba solo de ellos. La siguieron así a cierta distancia, pero no le hablaron. Mientras le compraba una hebilla puntiaguda la niña de los ojos de estrella señaló el queso que había en la mesa. Cuando se llevó el queso para comer yo no alcancé a verla más. Los chicos abandonaron su ronda. Se juntaban de golpe. Se iban.
– ¡Al parque!, ¡hay juegos! –les gritó Viki poniendo el gato en la mochila.  Dylan, el pequeño, me dejó el papel con su nombre y el grado al que iba.  Después de él se acercó Viki y me dio su dibujo. En el dibujo de Viki yo tenía la cabeza enorme, los ojos muy grandes y el cuerpo pequeñísimo. No estaba mal.
– Me gusta mucho –le dije mientras le entregaba unos billetes sencillos.
– ¿Y yo? –dijo Dylan.
– Pero no le va a dar a to… -empezó a decirle ella mientras se separaba un poco de nosotros porque yo ya le estaba dando una moneda. Miraba alrededor inquieta y volvió a llamar. El que había dejado la bolsa cerca del árbol la tomó rápidamente y la puso en la mochila. El que había llegado rápido y había puesto la bolsa en la mochila recibió un tirón de pelos de Viki. El mayor de los niños cargó la mochila sobre uno de sus hombros y salió a la carrera. Detrás corrían su hermano y Viki y los hermanos de Viki. Corrían, los cinco, corrían. 

DOBLE APELLIDO de María Isabel Cánepa

Y entonces mi madre que tenía esta idea de las conveniencias comenzó a perseguirme para que no viera más a Rubén ni a sus compañeros anarquistas (si estuviera acá, vos lo conocés, ya lo oigo: “no uses para nosotros categorías que definen a otros”). Ella temía que los vecinos del edificio me vieran caminando con “esos crotos maleducados”. Todo el prestigio de nuestra familia se hubiera caído. Por eso, y no por las estafas que mi padre pagaba en la cárcel. Para librarme, usé la estrategia de mentirle y pedir a mis amigas que confirmaran los itinerarios y excusas que inventaba. Paradójicamente, la relación con mamá se hizo más estrecha: si antes cruzábamos pocas palabras, cuando se propuso alejarme de “esos descastados que quieren llevarte por el mal camino”, a veces nos pasábamos hablando media hora. Hasta me acariciaba el pelo. Al principio me costaba mucho sonreír para hacer creíbles mis historias, después me salía naturalmente. De ningún modo podía hacer partícipe a Rubén de todo este montaje.  Él jamás hubiera avalado un engaño, lo consideraba “una herramienta de los explotadores”. Rubén admiraba a pensadores libertarios y creía imitarlos. Si en cuanto a temas sociopolíticos los teóricos radicales tienen ojos ideológicamente sesgados, él aplicaba sus doctrinas a situaciones de la vida cotidiana. Era rígido. No sonrías, ahora es  más flexible. Cualquier mínima desviación de la conducta que se había propuesto seguir, lo hacía ponerse furioso sin llegar, por supuesto, a la autoflagelación, a la que consideraba “el sadomasoquismo aprobado por la curia”. Supongo que así pudo contar con un modelo de vida ante la atroz indiferencia de sus padres. Te cuento todo esto para que comprendas que algunas personas cambian de actitud por motivos absolutamente banales, no vale la pena preocuparse tanto. ¿Vos sabías que Rubén se sacó el segundo apellido, Etchebarne? Desde la mayoría de edad, en su DNI aparece como Rubén Salas. Unos años antes, mamá había encontrado la cédula de Rubén debajo de un sillón. Quedó demudada, no paraba de repetir en voz alta “Rubén Salas Etchebarne”. Se enojó conmigo, ¿cómo le había ocultado que Rubén era de “una de las mejores familias”? ¿Por qué  hice mención únicamente a sus aficiones políticas? Aunque parezca mentira, de la noche a la mañana, puso toda su energía para  diseñar esa trama infalible que yo debía tejer para que Rubén cayera rendido a mis pies, por eso las arañas me resultan tan repugnantes, tan manipuladoras. Yo quería estar todo el tiempo atenta a lo que pasaba dentro mío, que nadie me presionara, así que me fui un fin de semana largo a Chascomús con una amiga. Mi queridísima madre aprovechó la ocasión para invitar a Rubén a casa a tomar el té con el pretexto de darle su cédula. Rubén ni se imaginaba lo que lo esperaba: un interrogatorio digno de un juez de instrucción para saber no sólo acerca de nuestras salidas en los últimos meses, sino también de sus intenciones para el futuro. ¿Y qué pudo haber pasado? Rubén creyó que me había ido para dejar que mi madre hiciera lo que  no me atrevía a hacer. Huyó espantado. Yo me enojé mucho con él y nos distanciamos. Mamá tomó su alejamiento como un desafío personal. Había que acercarse a los Salas Etchebarne como fuera. Buscó en la guía, caminó la cuadra en que vivían los padres de Rubén para observar el frente de su casa. No sé cómo averiguó el servicio de qué confiterías preferían. Una tarde invitó a la madre de Rubén a tomar el té. Gastó en eso nuestro presupuesto semanal. Cuando protesté por la paupérrima cena, me dijo: “puedo comer durante días esta sopa de abrojo, esta sopa de arena, pero vos te vas a casar con un Salas Etchebarne como que hay Dios”. Si algo faltaba para alejarme de Rubén era eso. Parece que su madre empezó a hablarle de mí. Y para él, todo lo que provenía de alguno de sus padres era mala palabra. Al final, las dos comadres se cansaron ante nuestra desidia y encontraron un terreno común para desahogarse por los disgustos que les dábamos. Resumiendo, ya libres, una noche nos encontramos de casualidad con Rubén y nos fuimos a tomar el café que nos debíamos. Por primera vez le hablé de frente y él se mostró más comprensivo. Terminamos riéndonos a carcajadas. Y acá estamos.

LAS HORAS FELICES

de Andrea Babini


Las mañanas de invierno guardan cierta violencia y es mejor no oponerse a ellas. Sus brazos de pulpo están a punto de atacar en cualquier momento y uno termina por ser nada frente a ellas. Una cosita maleable, una fotografía velada, una palabra perdida en el viento, un instante de felicidad opacado por los años.
Y sin embargo, como si no quedara otra cosa por hacerse, sacás la mano del abrigo de las mantas y la enfrentás al aire helado. Tus ojos se abren frágiles todavía, y en ese soplo de tiempo la conciencia adormecida te dicta los restos del sueño que apenas recordás. Harás el esfuerzo (aunque el café lo borrará cuando invada las imágenes y las palabras) todavía acostada en la cama que no compartís con nadie, por eso también helada, igual al aire que envuelve la habitación. Tu cabeza se mueve un centímetro o dos, lo suficiente para volver un segundo atrás, cuando estabas aún más adormecida. Y esa mano que enfrentás al gélido ambiente de la realidad retiene el calor del sueño, un calor que olvidarás también cuando el café haga su trabajo.
Pero ahora, en la cama, volvés a cerrar los ojos, volvés al rostro anónimo en la vigilia que te hablaba en el sueño sin palabras.
– Estás más flaco –le dijiste.
Su mano tocaba tu mano. A tu alrededor había personas, aunque parecían estatuas. Las manos se tocaban y vos pensaste que el tiempo, en realidad, no transcurría jamás. Porque algo te dijo –esa mirada, esa confianza– que siempre –un siempre que existía entonces concretamente–los ojos de ustedes se miraban y las manos se tocaban, y decías esa frase, repetida hasta la inconsistencia.
– Más flaco, estás más flaco, estás más flaco.
Dejaste que sus dedos tibios acariciaran las junturas de tus dedos, que palparan los huesos, la piel que conocía de memoria, a ciegas, en ese lugar oscuro como todo lo incomprendido, entre gente que miraba sin ver.
Duró un instante o toda la noche. En este momento, incluso, sigue durando. Bajo las mantas el tiempo no mide nada. Pero ahora el sueño se te escapa. Ahora escuchás los pájaros, el maullido de un gato triste, los ruidos de la construcción del edificio de enfrente. Y tu cuerpo empieza a sentir el hambre y el frío. Tu cuerpo expulsa la inconciencia y te levantás, maldiciendo el no haber escrito ese sueño que la almohada atesora y nadie más. Te levantás sabiendo que con el primer sorbo de café todo va a irse. Y que te vestirás y saldrás a la calle y tomarás el subte –combinación en Bolívar y luego en Diagonal–, saludarás a tus compañeros de trabajo y mentirás, dirás que estás bien, que no hay ninguna novedad, y en todo momento de la mañana sabrás que fuiste tan torpe, que debiste poner las imágenes felices en palabras. Hacés pis, te lavás la cara, los dientes, mirás tu pelo desordenado, tus ojos irritados, ves el reloj, apurás los preparativos, la cartera, la billetera, la agenda y entonces, entonces, cuando estás segura de todo, cuando estás sumida en esta realidad pobre y vacía, en esta realidad de relojes, subtes, cepillos de dientes y tazas de olvido, un sonido te descoloca, un sonido titilante, un tití - tití y amanecés al lado del hombre que te abraza con manos tibias, huesudas, amadas. Tu mente desnuda, sin rastros de nada.
Uno termina por ser una cosita maleable frente a las mañanas de invierno. Una foto velada, un sueño hamacándose al viento, un segundo de felicidad borrado por la vigilia y los años.