LAS PLAZAS de Elena Capellini

Era una calurosa mañana de verano, por eso pensó que era mejor dedicarse temprano a planchar las camisas de su marido. Ernesto ya había partido para su oficina. Sonia, que así se llama la protagonista de esta historia, preparó el perfumado rociador para la ropa y comenzó a planchar al mejor estilo nipón. Bocanadas de vapor surgían del encuentro del calor con el rocío y Sonia se regocijaba al ver cuán perfectas quedaban las telas de hilo y algodón.
Simultáneamente controlaba una riquísima tarta ya a punto de cocción. Apagó la llave del horno. Cuando terminó su tarea se dio cuenta de que tanta actividad no le había sentado bien. Faltaban todavía dos horas para que retornara Ernesto. Abrió la heladera, sacó una botella de agua helada, se aproximó a su biblioteca y de ahí tomó el primer libro que tuvo a su alcance: Cuentos Fantásticos Argentinos.
Pensó llenar las dos horas de espera leyendo en la plaza de la vecindad donde la frescura de la sombra de los árboles le mitigaría su oleada de calor. Caminó las dos cuadras que la separaban  de la plaza y al llegar vio una fila de personas con sus mascotas, los más chiquitos en brazos de sus dueños y otros con las correas que sujetaban sus propietarios. Ese día había una vacunación gratuita para los canes. Mirando las distintas razas y escuchando el coro de las voces perrunas observó un hermoso banco bajo un palo borracho repleto de flores de vistosos colores. Antes de abrir el libro bebió el agua directamente de la botella y se distrajo un rato con los chicos que jugaban en el arenero, con los que se hamacaban y con aquellos más osados que cruzaban raudamente los caminos con sus bicicletas.
Se acomodó en el respaldo del banco y comenzó la lectura de “Casa tomada” de Julio Cortázar.
Cuando llegó al párrafo: “No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos”, un grito angustioso resonó en la plaza. Los dos cuidadores corrieron apresurados junto a Sonia que con ojos aterrados, inclinada sobre el banco, preguntó:
– ¿Qué me pasó?
– Solo un pelotazo de aquellos chicos que son bastante pataduras y la pelota golpeó sobre su banco. Tome un sorbo de agua, eso la va a calmar.
– Hemos visto ebrios, dormilones, peleadores y arrebatadores pero nunca una joven señora leyendo y dando semejantes gritos.
_Ya nada nos puede sorprender. Estas no son plazas secas como en algunas ciudades de Suiza, acá en América son escenarios de la vida. 

ESPÍRITU DE VENUS de Claudio Mizrahi

Presencia infaltable
que denota una ausencia
guardián de mi puerta
aunque no estés allí.
Invoco tu nombre
en las horas aciagas
cuando corren las aguas
cuando falta la luz.

Espíritu de Venus
huidizo, caro, cordial
edilicio Encargado
de Propiedad Horizontal.


N. del A.: Venus es el nombre del más famoso limpiador de bronces, de característico envase amarillo, utilizado por todos los porteros de la ciudad de Buenos Aires. Tiene propiedades mágicas. El espíritu del encargado ausente habita en él.

HABEMUS PAPA de Jaime Kovensky

Uno, con las manos apoyadas en el alfeizar de la ventana que da al jardín, mantiene la vista fija en el portón de entrada. Su rostro denota impaciencia y sus dedos tamborilean sobre la madera gastada.
– Va a llegar de un momento a otro, quedate tranquilo, vos sabés que siempre viene.
A pesar de la frase recién pronunciada Dos también se siente intranquilo y camina recorriendo de ida y vuelta una línea imaginaria que va desde la ventana hasta el sillón negro que se ubica en el fondo de la habitación.
Tres permanece tumbado en la cama con las manos entrelazadas bajo su cabeza silbando una marcha marcial.
Cuatro, sentado frente al televisor, mira un programa en vivo donde una persona encerrada en un cubículo de vidrio contesta preguntas realizadas por el conductor.
Se llaman de esta forma numérica desde que decidieron hace ya muchos años ser el grupo de “los sobrinos”. En realidad esta condición no es más que el producto de tener un tío en común. Este es un hombre peculiar, de mediana estatura y rasgos bondadosos que posee modos extremadamente suaves. A pesar de saber que está loco, lo quieren entrañablemente.
Comenzaron a suponer lo de su locura tiempo atrás, cuando el tío dejó de vestirse con sus acostumbrados jeans y camisas escocesas, para usar siempre un traje negro, un clériman gris y un cuello romano blanco. Por esa época les decía que estaba terminando el seminario y en poco tiempo sería ordenado sacerdote.
Pero la certeza absoluta de que había perdido totalmente el juicio la tuvieron aquel día en que apareció con sotana. Ante la pregunta de Uno sobre si tenía novia, les explicó el significado de sus votos y la cuestión del celibato.
– ¿Vos, tío, nos querés decir que nunca más vas a tocar a una mujer? –le preguntó Tres mientras ahogaba una carcajada.
– Así es –contestó el tío asintiendo al mismo tiempo con la cabeza.
– Bueno, pero entonces te harás algunas pajas –le dijo Dos en un tono tan irreverente que los otros lo fulminaron con la mirada.
– El celibato, mis queridos, es un don que implica la renuncia a los placeres carnales y permite que todo mi amor pueda entregárselo a Cristo y a sus fieles.
Los sobrinos se miraron atónitos. Cuando quedaron solos rieron de las ocurrencias de su tío. Cuatro, que tenía dotes histriónicas excepcionales, lo imitó exagerando su mesura y haciendo gestos masturbatorios mientras repetía “renuncia a los placeres carnales”.
– Ahí viene –anuncia Uno gritando y agita los brazos en alto para que el tío lo vea mientras atraviesa el jardín.
Esta vez vino ataviado con una sotana morada, porque según les explicó, a poco de entrar y luego de los saludos de rigor, ahora era Cardenal. 
Dos, acercándose a la oreja de Cuatro, le murmuró:
– Ahora se cree un pajarito. Va de mal en peor el pobre.
El tío, sin prestar atención a estos comentarios, continuó explicándoles que el Santo Padre había muerto, por lo que debía irse a Roma a participar de sus exequias y del Cónclave para la elección del nuevo Papa.
Todos se quedaron en silencio por un momento pero luego, con la seguridad de que esto era una nueva chifladura del querido tío, comenzaron a charlar animadamente como lo hacían siempre que los visitaba.

Pasados cuatro días desde el comienzo del Cónclave del Colegio Cardenalicio, la chimenea de la fumata despide humo blanco. Habemus Papa, anuncia el Cardenal Protodiácono a la multitud congregada en la plaza del Vaticano. Todas las miradas se fijan en el balcón central de la Basílica de San Pedro.

En el pabellón 34 del Hospital Borda cuatro internos que comparten un dormitorio y se hacen llamar “los sobrinos” miran la televisión esperando que comience un programa donde mujeres semidesnudas hacen el baile del caño. De pronto la programación se interrumpe y aparece un sacerdote vistiendo una sotana blanca cubierta con la casulla dorada, llevando una mitra de igual tono en su cabeza y un báculo en su mano. Cuando la cámara acerca la imagen y el rostro del nuevo Papa ocupa toda la pantalla, los cuatro gritan al unísono: es el tío, es el tío.
Entre risas y exclamaciones, Uno, con el mismo gesto que tiene siempre que lo ve, dice:
– Vieron, los convenció a todos de que era cura nomás, qué fenómeno el tío.

LOS AVATARES de Cecilia Bianchi

Contenta de haber podido cumplir con uno de los dictámenes que impone esta sociedad consumista y comunicacional (al pedo, porque nunca nos escuchamos), me compro el celular. Última generación: música, radio, touch, GPS, Bluetooth, Internet, Ovi, cámara con 8.000 megapíxeles, todo, todo, todo, de lo cual no sé usar nada, nada, nada, pero no importa. Hay que tener el celular última generación porque si no… Porque si no ¿qué? ¿Qué pasa, si no? Y… escuchás cada puta vez que sacás tu aparatito: “amígate con la tecnología”, “tenés que modernizarte”, “estás fuera”. ¿Fuera de qué? ¡Si el celular no me da entrada a ningún lado! “Estas desconectada”. “No existís”. “No saques ese dinosaurio del bolsillo”. Y vos le tenés afecto a ese viejo pero querido, dúctil, práctico, amigo fiel, todo terreno, ese que te vio llorar al recibir los peores mensajes, ese que mirabas fijo, casi penetrándolo, pidiéndole que sonara después de una noche de loca pasión. Pero igual una insiste en cambiarlo. ¿Por qué?, ¿por qué? Si así estoy bien, ¿para qué insistir? ¡Por Dios!
¡Lo había logrado! Solo le pedí la tarjeta a mi hermano para enganchar el descuento y la promo que me financia 500 cuotas sin intereses, por lo cual me tengo que acordar durante los próximos cinco años de darle a Fer todos los meses unos 30 pesos. ¡Este avatar ya era casi anecdótico! Solo había que esperar que transcurriera el tiempo y se solucionaría.
Salí con bolsa en mano del local. Chocha de mi nuevo e incipiente paso en esta vida consumista. Ahí iba yo, feliz con mi compra.
Pero ¡nooo! ¡Atención! Todavía no puede usarse. Hay que colocar el chip y seguir una sucesión de pasos indicados por el vendedor. A saber:
  • Dejar prendido hasta que se quede sin batería.
  • Apagar.
  • Cargar la batería durante doce horas.
  • Prender.
Hice todo, todo lo que había que hacer y más, por las dudas que ese bicho nuevo tomara represalias y se rompiera.
Entonces… lo prendí. No podía ni atender un llamado y ni que hablar de mandar un mensaje de texto. Pero no importa, esos serían avatares que podría sortear con un poco de lectura del manual de instrucciones.
Transcurrió un día de uso, en el cual quedé como una maleducada con más de una persona, dado que cortaba sin querer o directamente no lograba atender. No respondí ni un mensaje de texto, envíe un “te extraño” al destinatario equivocado y un feliz cumpleaños a Laura en lugar de a Paula, porque la agenda estaba toda desordenada. Pero no importa; otro avatar que se soluciona con un llamado aclaratorio y unos días de práctica.
Exhausta de tanta adrenalina utilizada con este bichito nuevo en la cartera, me quedé dormida, chequeando previamente que el funcionamiento del nuevo aparato fuera óptimo. Entré en un profundo sueño que se interrumpió, como todas las mañanas, con el despertador que insiste en traerme a la realidad cotidiana para superar nuevos avatares; como si yo fuera un muñequito de los antiguos juegos de Attary que hacen su recorrido sorteando obstáculos.
Aún sin el total de mis neuronas en uso, me acerco al flamante celular última generación a darle mis buenos días, ya que él me acompañará en mi larga jornada de resolución de problemas. Y ¡el muy hijo de puta NO PRENDE! ¡¿No era de última generación?! ¡¿No era casi más inteligente que yo?! ¡¿No era que andaba solo?!
¡Otro avatar más! Que se soluciona llamando al vendedor pidiendo ¡SOCORRO!, y que me asesore sobre el inconveniente. Llamado. Explicación de la situación. Dar cuenta de mi proceder y entonces… Me responde que habría que cambiar el equipo, lo cual lleva un mínimo de tres días, pero como no tienen en stock tendría que adquirir un modelo más nuevo, abonando la diferencia obviamente. Pero sería de mayor categoría, con más prestaciones y mayor velocidad, con cámara de 90.000 megapíxeles, etc.
¡Dios, basta de tecnologías, de asesoramientos y de problemas! ¡Si teóricamente estas maquinitas están en este mundo para facilitarme la vida a mí, y no para complicármela más de lo que la psicóloga me hace notar cada martes!
Un avatar más que se soluciona volviendo a usar, mi viejo, fiel y dúctil celular.

DORMIR de Matías Lago

No sé cómo pude, pero después de haber discutido durante horas,  ya consciente de que esa sería nuestra última noche juntos, caí a plomo sobre la cama y me dormí al instante. Quizás fuera por el agotamiento de experimentar tantas emociones juntas, o por la tranquilidad que me produjo saber que estábamos tomando la decisión correcta; pero lo cierto es que no recuerdo haber  dormido tan profundamente nunca antes.
No soñé nada, o al menos no  recuerdo ningún sueño. Dicen, no sé quién ni con qué fundamentos, que siempre se sueña algo por más que uno no lo recuerde. Si esto es verdad, me gustaría creer que soñé con ella, que estuvimos juntos en mi sueño, como estaban nuestros cuerpos ya ajenos sobre el colchón. 
El olor a café recién molido me devolvió al mundo a media mañana.  Tardé varios minutos en tomar conciencia de lo que había pasado. Fue en ese momento, al recobrar la lucidez, que el aroma del café se me antojó más intenso, como si yo, consciente de lo efímero de ese desayuno que íbamos a compartir, quisiera conservar ese olor en mi memoria para siempre.
Me vestí y fui hasta la cocina. Allí estaban las tostadas de siempre, la manteca, la mermelada, la mesa puesta como siempre, pero no ella. O mejor dicho, estaba allí su cuerpo, yendo y viniendo desde la mesada a la mesa, bebiendo el café, pero ella no estaba, no conmigo.
Sin emitir palabra, terminó su desayuno y prendió un cigarrillo. La miré fumar, en calma, pensando en cuánto de mí se iba con ella,  tratando de ver sus ojos, de encontrarme en su mirada y saber que allí estábamos, que seguíamos existiendo a pesar de todo, pero me negó sus ojos.
No recuerdo nada más, solo que se puso su campera y se colgó la cartera. Después nada.

Al volver en mí, todo era rojo. Rojas las sábanas. Rojas mis manos. Su cuerpo, rojo, descansaba inerte junto al mío sobre la cama que habíamos compartido tantas noches. Yo, boca arriba sobre el colchón empapado, esperaba la llegada de la policía, concentrando todos mis esfuerzos en memorizar ese sentir su cuerpo junto al mío por última vez.
Cómo fue que ocurrió todo no lo recuerdo. Me enteré al mismo tiempo que los demás, al leer los diarios. Supongo que debe haber pasado tal cual dijeron peritos y psiquiatras. En todo caso ya no importa, es imposible volver atrás. Solo sé que ella ya no está y que yo no volveré a dormir jamás.

SOBRE LA PALABRA

(Fragmento de "La piedra en el estanque", en Gramática de la fantasía. Introducción al arte de inventar historias, de Gianni Rodari)

Una piedra arrojada a un estanque provoca ondas concéntricas que se expanden sobre su superficie, afectando su movimiento, a distancias variadas, con diversos efectos, a la ninfa y a la caña, al barquito de papel y a la canoa del pescador. Objetos que estaban cada uno por su lado, en su paz o en su sueño, son como llamados a la vida, obligados a reaccionar, a entrar en relación entre sí. Otros movimientos invisibles se propagan hacia el fondo, en todas direcciones, mientras la piedra se precipita removiendo algas, asustando peces, causando nuevas agitaciones moleculares. Cuando toca el fondo, agita el lodo, golpea los objetos que yacían olvidados, algunos de los cuales son desenterrados, otros a su vez son tapados por la arena. Innumerables acontecimientos, o miniacontecimientos, se suceden en un tiempo brevísimo.

Quizás ni aún teniendo el tiempo y las ganas necesarios sería posible registrarlos, sin omisión, en su totalidad.
Igualmente una palabra, lanzada al azar en la mente, produce ondas superficiales y profundas, provoca una serie infinita de reacciones en cadena, implicando en su caída sonidos e imágenes, analogías y recuerdos, significados y sueños, en un movimiento que afecta a la experiencia y a la memoria, a la fantasía y al inconsciente, complicándolo el hecho de que la misma mente no asiste pasiva a la representación, sino que interviene continuamente, para aceptar y rechazar, ligar y censurar, construir y destruir.
La palabra “roca” por ejemplo. Al caer en la mente arrastra consigo, o choca, o evade, en suma, de una forma u otra se pone en contacto:

- con todas las palabras que empiezan con r pero no continúan con o, como “rueda”, “rama”, “risa”;
- con todas las palabras que empiezan con ro, como “rosa”, “romero”, “rota”, “rojo”, “rodilla”, “ropero”, “rozar”, “ronda”;
- con todas las palabras que riman con oca, como “poca”, “toca”, “carioca”, “oca”, “loca”, “boca”;
- con todas las que están junto a ella, en el léxico, por afinidad de significado: “piedra”, “mármol”, “ladrillo”, “granito”, “peña”, “adoquín”, “lápida”.

Estas son las asociaciones más cómodas. Una palabra choca con otra por inercia.
Es difícil, sin embargo, que esto sea suficiente para hacer saltar la chispa (aunque no se puede decir que no).
La palabra, entretanto, se precipita en otras direcciones, se hunde en el pasado, hace aflorar a la superficie recuerdos sumergidos. “Roca”, desde este punto de vista, para mí es Santa Catalina de la Roca, un santuario colgado sobre el lago Mayor. Iba en bicicleta. Íbamos juntos Amadeo y yo. Nos sentábamos bajo un fresco portal a beber vino blanco y a hablar de Kant. Solíamos encontrarnos también en el tren, porque los dos éramos estudiantes golondrinas. Amadeo llevaba un largo abrigo azul. Algunos días, debajo del abrigo se le notaba la silueta  del estuche del violín. El asa del estuche del mío estaba rota, tenía que llevarlo bajo el brazo. (…)