EL HOMBRE de Eduardo A. Pizzini

Cuando llegó a la plaza por tercer día consecutivo, la gente se empezó a preocupar. El hombre, como se lo llamaba porque nadie lo conocía, llegaba y comenzaba con su ritual diario que duraba aproximadamente una hora.
Se ubicaba en el lugar de la plaza que estuviese libre de gente. Tenía alrededor de cincuenta años, era flaco, desgarbado, de pelo largo y entradas importantes. Traía puesto siempre lo mismo: unos pantalones negros y una campera azul marino con capucha, que le quedaba grande. Pero lo que más llamaba la atención era su bolso. No por su aspecto sino porque era el motivo de la curiosidad y también del temor de la gente. Llegaba a su lugar de la plaza, depositaba el bolso en el piso, se agachaba, lo abría y lo revisaba. Luego comenzaba a girar alrededor. Cada tanto interrumpía el andar, lo revisaba y continuaba.
Aclaro que su actitud era pacífica.
Así fue como comenzaron a surgir las distintas opiniones de los vecinos. Uno de ellos dijo: “yo llamé a la comisaría y me dijeron que no estaba haciendo nada malo”; otro opinó: “para mí está loco”. Los siguientes comentarios no distaban mucho: “Es un enfermo”, “pobre hombre ¿qué le pasará?”, “¿justo acá tiene que venir?”, “¿por qué no se lo llevan preso o a su barrio?” Infinitas opiniones. Mientras tanto el hombre continuaba con su extraño acto todos los días, a la misma hora, con sol, con frío o lluvia. Hasta que un día a un señor se le ocurrió decir: “¿alguien sabe qué lleva en ese bendito bolso?” Si los vecinos ya tenían miedo, ante esta pregunta se alteraron aún más. Se escucharon las siguientes respuestas: “Las cenizas de su esposa”, “es un terrorista, tiene una bomba”, “vende droga”, “billetes falsos”, “es un ladrón”, “es un delincuente”, “¡es un asesino!” También hubo gente que afirmaba que era “un enviado del diablo” y tampoco faltaron los que aseguraban que era “un extraterrestre”.
Lo cierto es que este hombre un día estaba girando alrededor de su bolso, como siempre, y fue abordado por un grupo de personas hostiles que lo insultaron y golpearon. Lo echaron sin contemplaciones al grito de: “¡Fuera de aquí!”, “¡este barrio es de gente sana!”, “¡fuera loco!”
Terminó ensangrentado, con pérdida de conocimiento y por supuesto hospitalizado. La policía, cómplice de la situación, solo atinó a decir que recibieron un llamado en el que les avisaban que había un hombre en malas condiciones a la salida del pueblo, al costado de la ruta. “No sabemos qué le pasó, nadie vio nada”, dijo el comisario. Los vecinos, contentos por haber sacado del pueblo a ese hombre peligroso, sellaron un pacto de silencio.
Lo cierto es que mientras el hombre era salvajemente golpeado y expulsado, su bolso quedó en la plaza en el mismo lugar donde él lo había dejado. A nadie le importó; solo querían deshacerse de su dueño.
Al otro día un niño jugaba en la plaza y su pelota cayó al lado del bolso. La levantó y no pudo evitar la curiosidad. Se acercó, abrió el bolso y se sonrió. De pronto un haz de luz brillante salió de adentro, giró en tirabuzón en torno al niño, luego se dirigió al cielo y se convirtió en una estrella.                                                          

AROMAS de Dora Ferreirós

La señorita Olga dice que quiere que escribamos todo lo que nos gusta y lo que no. Lo que no me gusta es cortito: levantarme temprano, besar a las tías porque tienen pelos en la cara y me pinchan, y tomar purgante.
Lo que me gusta: ir al cine, jugar con los chicos de la cuadra y que mi mamá no me deja, y la tía Nené que es rubia y linda y me voy a casar con ella cuando sea grande. Pero lo que más me gusta es la comida que hace Ángela. Es la nueva cocinera. Andaluza, de España, alta, morocha, tiene un pelo largo con muchos rulos y se viste con colores fuertes, mucho rojo y mucho verde. Mamá dice que es “cache”. ¿Qué es cache?
La comida es bárbara, hasta la sopa, porque le pone albahaca y hierbitas al pollo. Y la merienda es muy rica.
Cuando yo estoy acá haciendo los deberes mamá me llama.
– ¡Bajá a tomar el té!
No sé por qué dice “té” y no “leche” como todo el mundo.
– Mamá, si yo tomo café con leche.
– Es una cuestión de buenas maneras.
No me importa, un rato antes yo ya sé qué voy a comer: torta con canela o con azuquita quemada, masitas con pastelera… Estoy haciendo los deberes pero no puedo dejar de pensar en la comida.
– Es la única vez que obedecés rápido –dice mamá.
Pero además Ángela es muy cariñosa; me besa, me abraza y como es tan grandota me levanta en el aire. Me cuenta de cuando estaba allá en su pueblo en la cosecha de aceitunas; cuando terminaban se reunían a cantar y bailar.
– Que la vida es muy linda, chaval –dice siempre.
Le pregunté a mamá qué quiere decir “chaval” y me dijo que no lo repitiera, que debía ser una mala palabra y que no tenía que dejar que el “servicio” me toque. ¿Qué es el “servicio”? Le pregunté a mi primo Roque, que es grande, y me dijo que el “servicio” es el baño. ¿Mi mamá está loca?
Ayer Ángela hizo una torta de hojaldre con dulce de leche pero mamá no me dejó repetir. Cuando salió me fui corriendo a la cocina y Ángela me dio otro pedazo y me dijo que me va a enseñar a bailar haciendo palmas y se puso a taconear y a golpear las manos mientras cantaba:
De los cuatro muleros
que van al agua
el de la mula torda
me roba el alma.
Y después se rió y nos reímos los dos y nos abrazamos. ¿Qué sabe mi mamá del servicio?
A la noche oí gritos, mamá estaba furiosa y papá trataba de calmarla.
– ¿Qué estás haciendo todo el día en la cocina? ¿Desde cuándo te gusta comer? ¿Te crees que soy tonta? –decía.
No sé qué le contestó papá pero mamá estaba muy enojada. Seguro que Ángela, que es muy buena, le estaba enseñando a papá a batir las palmas. Bueno, así podemos bailar los tres, pensé y me dormí.
– Rápido, apurate, el desayuno está listo –me gritó mamá desde el comedor.
Junto al café con leche sólo un plato de galletitas.
– ¿Qué, no hay nada más?
– No, comé y callate que se te hace tarde.
– ¿Ángela no hizo scones?
– Ángela no está.
– ¿Cómo no está? –pregunté y empecé a pararme.
– Quedate quieto –me fulminó mamá–. Ángela se fue anoche.
– ¿A dónde?
– A España.

– ¡Vaya con el viejo!
Se le cayó el cuaderno, cuaderno Rivadavia prolijamente forrado con papel azul con dibujo de arañas. Se agachó a recogerlo, no recordaba aquella moda pasajera implementada por la señorita Olga, maestra de cuarto grado. Del cuaderno se había olvidado, no de Ángela. En una atmósfera cerrada, fría y superficial donde siempre se quería aparentar más de lo que se era, Ángela había sido un efímero aire fresco. La recordaba bien: alta, buena moza, robusta, muy grandota, siempre sonriente. Ella lo abrazaba y lo besaba con cariño, lo consolaba cuando lo retaban y cocinaba riquísimo.
– ¡Vaya con el viejo!
Nunca se lo hubiera imaginado. Por fin algo que podía suavizar, humanizar el recuerdo frío y severo de un padre distante preocupado solo por los negocios.
Deshacer la casa paterna no es tarea fácil, se mezclan la obligación perentoria, la nostalgia, la pena por el tiempo irrecuperable. Decidió invertir el orden que tenía dispuesto. Empezaría por la cocina. Abrió el ventanal y el sol entró a raudales, fuerte, muy fuerte; el aroma de las especias llenó el ambiente, le entró en el cuerpo, le calentó el alma y allá en un rincón entre cacerolas y platos Ángela, sonriente y colorida, está batiendo crema y espolvoreando canela y jengibre, mientras un chico pequeño da vueltas a su alrededor al ritmo de:
Anda jaleo, jaleo,
ya se acabó el alboroto
y ahora empieza el tiroteo
y ahora empieza el tiroteo.

EL PROBLEMA de Haydeé Basso

… revolvía el cafecito ese que se hizo como si fuera la última que vez que tomaba un café… No tenés que hacerte malasangre le decía yo, pero ella que no, que estaba emperrada que se le iba y yo digo que bueno que pruebe a ver hasta dónde va. Todos esos aspavientos que viene el General que los socialistas y se la pasan hablando de un tal Masotta y de la sicología, que no sé para qué tanta sicología si al final es como yo digo y después dele que revolvía el café despacito, que ni la miraba y que miraba el café y yo yai sabia todo porque lo había estado pispeando y cómo che vos le digo querés que te mire con isa cara e culo, ella ni se molesta porque está como atontada, que se le fue y que ya está. Después a la tarde se la pasó en el estudio pintando porque decía que tenía que hacer la catarsis, todo marrón… Cuando terminó me llamó y se tomó unos mates y me preguntó qué era lo que yo veía, primero le dije qué lindo pero después no me contuve y le dije que no entendía ni mierda, y que le pusiera un poco de color. Me dijo que era Ezeiza, quil tablón marrón y todo lo marrón era por la tristeza de no ver al General y yo le dije que no me mintás que vos estás así por el Eduardo y otra vez con la historia que ni la había mirado cuando se fue. Después me dijo que los dos tenían que ser una pareja y también que tenían que ser cada uno él mismo y los dos tenían que estar bien porque si no, no servía di nada y la remataba con los espacios. Siempre está hablando de los espacios, que cada uno tiene que tener su espacio y darle también al otro el espacio dil otro porque cuando no le da el lugar o el otro no ocupai el lugar, ahí se produce el problema. Pero qui problema si habían peleado porque el Eduardo quiere que doña Mirta cocine más o le planche la ropa, él se va a dar las clases en la facultá y va a las manifestaciones, pero a todas no  y después dele leer el diario y tomar café y criticar al gobierno… que para eso que no hubiera venido dice y yo digo que bueno pero que ya vino y le digo a doña Mirta que se dejen de joder, que tengan un chico y que toda la matraca se va a acabar porque a quién le va a importar dentro de diez años que ellos se peleaban por una cosa así y el cuadro todo marrón va a quedar como recuerdo del regreso del General y se lo cuentan al chico y ya está, las cosas no se solucionan revolviendo el cafecito. Si se quieren, que tengan una familia como dios manda como el Nelson y yo, que él Leonardo Favio no te va venir a consolar. Después pasó lo que yo digo, doña Mirta  ella tan moderna que lee y que fuma pero le dice que si lo pesca con otra le corta las bolas y ahí te quiero ver porque si estai con otra ni le ve más el pelo… pero terminó que se fueron al cine y hoy se levantaron a las mil quinientas. Se arregló todo puei.

CARMEN Y RAÚL de Ana María Príncipe

Simón ahuecaba sus manos, se las llevaba hacia la boca y gritaba:
– Doña Carmen, soy Simón el que la llama.
Y la vieja puerta de madera, crujiendo sus años, se abría y daba paso a una figura especial.
Cargando sus años sobre su espalda abrigada con un chal, apoyada en un báculo, con ropas hasta los tobillos y cabellos canos enredados en rulos que caían sobre su cara como tapando las arrugas del tiempo, esbozaba una sonrisa, hurgando con sus ojos la silueta de Simón.
– ¿Qué decís Simón, cómo estás?
– Bien, Doña, voy al mercado, ¿precisa que le traiga algo?
– Y sí, precisaría papas, verdurita y un hueso de caracú con carne, para hacer una sopa
– Bueno, ¿nada más?
– No, nada más, acercate que te doy la plata.
Simón se acercaba y recibía un rollito de billetes de diez pesos.
– Bueno Doña, después le rindo cuentas.
– Está bien, comprate unos caramelos para vos.
Y raudo partía Simón, mientras Carmen cerraba la puerta, giraba hacia la habitación de su casa y le comentaba a Raúl, su esposo:
– Esta noche vamos a tomar una rica sopa, ¿querés que la haga con arroz o fideos?
– Con lo que vos quieras, todo me gusta. Pero cerrá bien la puerta, hace frío.
Raúl giró la perilla de la vieja radio, elevó el volumen y con sus dedos tamborileando sobre la mesa, acompasó el dos por cuatro que en ese momento escuchaba.
Y así vivían estos dos seres su ancianidad, acompañándose con amor. Esta pareja que Dios había unido y que nada ni nadie la había separado.
Sus dos hijos habían buscado horizontes en otros países. Ocupados en sus negocios, rara vez se hacían presentes. Eso sí, les enviaban dinero, el que nunca les faltó.
Ellos, reales con la vida que les tocaba vivir, alardeaban siempre del amor que los unía.
Carmen fue a doblar la ropa que había retirado de la soga y Raúl, entusiasta de los tangos, acompañaba con su cascada voz la letra que recordaba, haciendo dueto con Floreal Ruiz, Raúl Lavié o quien cantase en ese momento.
Y así transcurría el tiempo para ellos, buscando siempre el suave matiz que les pintara la vida.
A veces Raúl, en vez de cantar, tomaba a Carmen por la cintura y la guiaba con los pasos de un tangazo. Ella reía, burlándose de su propia inexperiencia en el baile y también feliz de sentirse abrazada sensualmente.
La casa que habitaban estaba ubicada en Tartagal, Salta, ya que les encantaba vivir en contacto con la naturaleza.
Las lluvias en ese lugar se hacen muy intensas en cierta época del año. Y ese señalado año fue el peor.
Llovió con tanta intensidad, que produjo el ablandamiento de la corteza de las montañas y en consecuencia la inevitable avalancha.
Todo quedó cubierto, la casa con sus ocupantes, la radio, la sopa humeante.
En vano algunos vecinos que se salvaron trataron de ayudar; era imposible, el lodo resbaladizo y pegajoso siempre llenaba los huecos que se hacían al cavar.
Dado el tiempo transcurrido, Raúl y Carmen engrosaron la lista de los desaparecidos; aunque algunos vecinos dicen que en noches de luna, desde ese lugar, surge una melodía con sabor a tango.

La nena NO de Arturo Belda

– ¿Qué son esos papeles con que anda la nena? ¿Qué es, un Evatest?
– ¡No querido! ¿Cómo se te ocurre? La nena no anda en esas cosas. Mirá vos, nada menos que un Evatest. ¡Pensá en lo que decís! Son unos papeles del colegio, algo que tiene que ver con el nuevo libro que escribió su profesor.
– Ah. ¿Y tanto le interesa ese profesor? ¿Qué tiene de particular ese libro?
– Pasa que ese profesor es un señor muy culto, muy erudito, acaba de editar un nuevo libro. Vos sabés cómo son las chicas hoy en día, están muy entusiasmadas con su profesor.
– Ya veo, ya veo. Mirá, un libro hoy en día lo publica cualquiera. Cualquier boludo que se ponga con la guita para la imprenta y ya está.
– Ah no, vos no sabés, ese profesor es divino, es algo formidable, es fuera de serie. Te digo que es filósofo y…
– ¡Pará, pará! ¿Filósofo ese tipo? ¿Filósofo de dónde? Si es un salame más bruto que un arado. ¿Escritor?, bueno, escritor es cualquiera. Hay miles de millones de boludos y boludas que son escritores. Si no, mirá, mirá cuántos talleres literarios hay y cuántos imbéciles se inflan pensando que son Borges.
– No seas injusto mi amor, si vos apenas lo conocés. Ese señor es además un destacado columnista de distintos me…
– ¡No sigás, por favor no sigás!, que se me hincha la vena. No me vas a decir que ese mamerto, ese flor de pelotudo es columnista. ¿Columnista de qué? A menos que sea albañil y haga columnas de cemento. Yo no sé, no sé qué tenés vos con él.
– ¡Qué voy a tener, por favor! No sé qué te pasa con ese profesor.
– Mirá, lo que pasa es que yo al filósofo ese, cuando él va, ¿qué querés que te diga?, yo ya vengo de vuelta. Algo tiene con la nena.
– Muy bien, vos insistís con lo mismo, pero yo te digo que no pasa nada. La nena es muy chica todavía y no anda para nada en esas cosas.
– Vos decís así, pero yo ojalá pudiera pensar lo mismo.
– Entendé querido que la nena está haciendo un trabajo muy importante en la escuela, y justamente se trata del nuevo libro de ese profesor. ¿Está claro?
– ¡No, no está nada claro! Vos sos una boluda y la nena es más boluda que vos.
– Ay, no te entiendo. ¿Qué te pasa?
– Te dije que ese tipo no me gusta y vos la seguís como si fuera un gran señor.
– Es que es un señor, todo un gran señor y yo no sé qué te pasa con él, si ni siquiera lo conocés.
– Yo te digo que es un hijo de remil puta y que se quiere garchar a la nena, si no es que se la garchó ya, que eso es lo que me da más miedo.
– ¡Ay, no seas bruto! ¡Las cosas que decís! Menos mal que la nena no está en casa.
– ¿Cómo que no está la nena? ¿En dónde está a estas horas de la noche?
– Se quedó en la casa de una compañera para estudiar, se va a quedar a dormir para que no tenga que viajar tan tarde.
– ¡Ay, la remil puta que los parió! Llamá en seguida por teléfono a esa casa que quiero hablar con ella.
– Es muy tarde.
– ¡No me importa!
– No tienen teléfono.
– ¿Dónde queda?, me voy volando para allá.
– Uyy, no me dejó la dirección.

EZEQUIEL de Luisa Vallejos

La tormenta atenúa los ruidos de la ciudad. La lluvia intensa cae sobre su cara. En la noche los charcos semejan espejos trozados, en los que se reflejan las luces de los autos o de algún letrero encendido. Está dentro de una catedral invertida, un vitral por piso y por techo el espacio oscuro e infinito.
Pedro camina rápido, no tiene frío pero igual lleva levantado el cuello del sobretodo y la bufanda casi tapándole los ojos. Así se siente protegido, separado del mundo. Las lágrimas y las gotas de lluvia se mezclan descendiendo sin cesar. En la mano lleva  una pequeña maleta.
Sólo quiere caminar sin importar adónde.

Todo había sucedido como en un vértigo. En las horas vividas se sintió suspendido, llevado, sin poder recordar si había andado sobre sus pies.
Lo  que ocurrió comenzó en el instante en que dijo –Me gustaría visitar a Ezequiel.
Hacía solo tres días que había descendido del tren con una pequeña maleta y ansias de descanso; sin embargo, las figuras de su familia que quedaron agitando las manos en el andén provinciano estaban borrosas en su memoria, como si hubiera pasado un largo tiempo desde aquel momento.
Pedro vivía en un pueblo del interior, pequeño, tranquilo, con la quietud que él deseaba para trabajar. Todas las veces que bajaba a la ciudad era para ir a las bibliotecas por consultas y encontrarse con amigos y colegas. La estadía se desarrollaba siempre en un mismo perímetro dentro de la ciudad. Cumplía con trabajos, conferencias o reuniones sociales y se volvía a su pueblo.
Pero esta vez, había decidido llegar a la ciudad y deambular sin rumbos ni compromisos.
Al bajar del tren, como un destello se le apareció la figura larga y delgada de Ezequiel. Y se dijo: me gustaría visitarlo. Habían sido muy compañeros durante la adolescencia y los primeros años de la juventud.
Pensando en él, salió de la estación camino del hotel. Llegó, se cambió y pidió al conserje un plano de la ciudad para ubicar la dirección que tenía en su agenda. Al encontrarla, se dio cuenta de que no conocía esos barrios, nunca había llegado más allá de su itinerario habitual en la zona céntrica.
Ya en la calle subió a un taxi con muchas expectativas.
Después de viajar un rato que le pareció largo debido a su ansiedad, fueron dejando atrás el centro y los barrios elegantes. A medida que avanzaban la edificación iba cambiando, ya no más edificios confortables y viviendas con jardines.
Frente a los ojos de Pedro aparecían casas de construcción precaria. Se dio cuenta de que desconocía esos lugares, lo que veía eran casas sórdidas con ventanas cerradas a veces con cartones y rendijas donde se adivinaban miradas recelosas. Una visión de un mundo existente que lo sorprendió llenándolo de angustia.
El auto se detuvo y el conductor le dijo que habían llegado.
Titubeó al descender, pero luego con firmeza despidió el taxi.
Parado frente a la puerta no se atrevía a llamar. Golpeó y esperó. Le abrió la puerta un anciano que lo miró interrogante.
- Busco a Ezequiel. Soy Pedro, un amigo de su mismo pueblo.
El hombre lo miró, se hizo a un lado y lo dejó pasar. Después de recorrer un pasillo largo y estrecho, desembocaron en un gran espacio donde había cantidad de cosas apiladas con cierto orden. Unas personas iban y venían acarreando paquetes que distribuían por el galpón, porque eso era en realidad el lugar, un gran galpón, con su antigüedad y deterioro reparados con más deseo que técnica. Parches tapaban lo que seguramente eran goteras y la falta de algunos vidrios se cubría con cartones y telas plásticas.
El hombre llamó: – Ezequiel, te buscan.
Se oyó una voz : – Por aquí, estoy detrás de la pila grande.
Pedro se emocionó al reconocer la voz del amigo como siempre pausada, afectuosa. Se acercó. Una figura alta y huesuda hizo lo mismo. Se encontraron, abrazándose con alegría. Una misma pregunta rebotaba de uno a otro: – ¿Qué pasó, qué hacés, cómo estás?
Encontró a Ezequiel más delgado, encanecido. Su mirada dulce y penetrante era la misma, pero en su cara se habían tallado arrugas de tristeza.
Más serenos, fueron hacía un rincón donde había una mesa y unos bancos,  sentándose uno frente al otro.
Acodado en la mesa y hablando lentamente, Ezequiel le explicó lo que hacía en ese lugar. Había llegado a esos barrios siendo estudiante, para completar una investigación que necesitaba  para la tesis de su carrera. Fue así que se encontró con las historias de estas gentes y tomó contacto con sus vidas.
No había podido ser indiferente. Los hombres, las mujeres y sobre todo los niños, hicieron que Ezequiel dedicara su vida a acompañar a estos seres olvidados por la sociedad.
Todos los días, Ezequiel visitaba barrios de viviendas inseguras, sin terminar, y cubriendo la falta con cualquier material de desecho, ayudaba y enseñaba a construir. Llevaba su afecto, su palabra y también todo lo que pudiera reunir para remediar las carencias.
Ezequiel le pidió que lo acompañara en sus visitas, Pedro accedió y a partir de entonces perdió la noción del mundo y del ámbito que había sido el suyo durante años. Vio lo que seguramente habría querido ignorar. Atrapado en sus estudios las noticias le pasaban de lado, no se detenía a prestarles atención.
Pensaba: ¿qué vida he vivido? Un mundo ajeno y abrumador existía y él, aislado en su pueblo, sentado ante su escritorio y mirando por la ventana el cielo y los cerros lejanos.
La imagen de Ezequiel que con humildad creaba a su alrededor afectos fraternales, y la de esos chicos que lo rodeaban jugando y riendo, habían penetrado hondo en Pedro.
El hecho que determinó su destino, sucedió una tarde en que habían ido a un barrio abigarrado de casuchas y pasillos. Como de costumbre los chicos llegaban corriendo cuando veían a Ezequiel.
En esa villa vivía Nico con su familia; su casa era una casilla de chapas y cartones tan precaria que daba la impresión de caerse a pedazos al menor soplo. Ezequiel comentaba los planes que tenía para mejorarla cuando apareció Nico en la puerta gritando.
– ¡Ezequiel, viniste! ¡Ahora voy, esperame!
Al decir esto, empezó a correr hacia ellos. De pronto, se inició un tiroteo. Para un lado y para el otro de la calle, cruzaban las balas.
Ezequiel gritó desesperado y fue a su encuentro.
– ¡ Nico, cuidado!
Lo cubrió con su cuerpo, lo alzó y empezó a caminar con el niño entre los brazos.
Ezequiel se fue cayendo mientras la sangre lo cubría. Una bala lo había alcanzado y yacía en el suelo mientras Nico a su lado lo abrazaba llorando.

Para Pedro no hay olvido. Con la valija en la mano y rumbo a la estación, sólo puede llorar.
Cruza la avenida y se para frente a la entrada. Dentro los trenes indiferentes solamente se ocupan de llevar gentes, también indiferentes.
Con angustia se pregunta: ¿cómo vuelvo a mi pueblo? Ese mundo que se le ha presentado como una herida sangrante, lo lleva a preguntarse una vez y otra vez: ¿cómo puedo volver?
Piensa en Ezequiel y retorna sobre sus pasos, cruza la avenida y con la valija en su mano, Pedro se pierde en la oscuridad.
La lluvia cae sin parar, el piso brilla y las catedrales siguen invertidas.