SENSACIÓN de Isabel Stimolo

Me persigue, lo siento aunque no lo vea. Y está tan cerca que ya su presencia me abruma y angustia. Y sigue persiguiéndome, no deja de hacerlo, y siento que me alcanza. De pronto me detengo. Quiero que llegue hasta mí, no me importa. Y sí, está ahí, tan cerca que, si quisiera, podría tocarlo. Tan cerca que, si quisiera, podría tocarme. Pero no, no hay contacto, solo esa presencia que me estremece. Sigo caminando, ahora más lento, y está ahí, al acecho, y es tan insoportable su presencia que hasta siento dolor. Sobreviene un silencio denso y oscuro. Ya no está, se perdió en la negrura de la noche. No puedo respirar. Jadeante miro, pero solo hay sombras amorfas y una bruma espesa que lo cubre todo y en la que me pierdo. Y ahí está otra vez. Lo percibo claramente. Invisible al ojo humano, pero ahí está. Está aquí y allá y en todas partes. Estoy al límite de mis fuerzas, no obstante sigo andando, cada vez más despacio. Y está ahí, siempre detrás de mí y sigue estando, sigue ahí. Me doy vuelta y caigo y lloro y suplico y grito hasta que mi voluntad me abandona y pierdo el sentido. Despierto con un aroma a flores recién cortadas. Estoy en un jardín, las flores me rodean, sus pétalos me van cubriendo hasta casi asfixiarme. Levanto la cabeza. No hay nadie. Estoy sola. Pero estaba ahí, detrás de mí, estoy segura. Sentí su presencia, su fuerza arrolladora que me anulaba. Y sigue estando, sin duda. Esa intangibilidad perpetua está dentro de mí. Me voy, no sé adónde, pero me voy, y ya no importa. Fatalista, me someto a esa sensación.

AMIGAS de Claudio Mizrahi

–Atento, atento, ¿me copia?
–Afirmativo.
–Tengo un occiso masculino, caucásico, cuarenta años, en la intersección de calle 17 y 105. Solicito móvil en el lugar.
–Ya le mando el móvil. Notifico al fiscal de turno y policía científica.
Un silencio de muerte se adueñó de la escena del crimen cuando la radio policial dejó de modular su voz metálica. La morosa luz del único farol sano de la cuadra retaceaba un opaco tinte anaranjado. Detenido en la esquina, un taxi era la fatal mortaja de su conductor: en estos barrios periféricos no es recomendable transitar sin la debida protección de Febo. Junto al vehículo una mujer cincuentenaria, aún conmovida, aguardaba instrucciones del agente policial. “Me va a tener que acompañar”, fue la consabida orden que la señora acató sumisa.
Este es un extracto de la declaración testimonial que la mujer prestó en la comisaría:
“Había salido de casa de mi madre y caminaba hacia la avenida para tomar un taxi porque por estas calles oscuras no pasa ninguno. Me sorprendió ver un taxi parado en la esquina y corrí a alcanzarlo. Vi a una chica joven y rubia con la pollera muy cortita que se alejaba apresuradamente. Subí, le indiqué al taxista la dirección, y nada. Cuando miré el espejo retrovisor me pegué el susto de mi vida: el chofer estaba con los ojos en blanco y una expresión terrorífica en el rostro. Creo que corrí gritando hasta la avenida, donde me encontró el policía.”
El patrullero enviado a la zona descubrió a la chica descripta por la testigo –como después se sabría– deambulando en las cercanías en evidente estado de conmoción. Horas más tarde, en presencia del fiscal, la chica lo contó todo.

Luciana y Verónica eran amigas inseparables, salvo por el breve y eterno período en que Luciana estuvo juntada con Fabio. A Fabio, que era veinte años mayor que ella, no le gustaba que su novia saliera con gente –incluso las amigas– sin su presencia, y esos encuentros tensos y custodiados se dieron apenas en un par de ocasiones. Verónica no sabía qué le había visto Luciana a un tipo tan vulgar y desagradable como Fabio; o tal vez sí.
En una furtiva cita que Verónica con esfuerzo logró arrancarle, las dos amigas se vieron en un bar.
–¿Qué hacés pintada como una vieja? –preguntó Verónica.
–Me gusta así.
–Pero vos no sos así. Dejame ver. ¿Qué tenés ahí, estás lastimada?
–Me caí.
Luciana finalmente se quebró y entre sollozos confesó los maltratos a que Fabio constantemente la sometía. Sin embargo no fue ella quien cortó la relación. Al poco tiempo, sin mayor explicación, él la dejó.

Luciana estaba tratando de “rehacer su vida”, recuperar amistades, volver a salir, conocer a un chico. Un viernes a la noche se juntaron seis amigas a tomar unas cervezas y algún fernet en casa de Vero, haciendo tiempo antes de ir a bailar. Cuando la hora apropiada llegó buscaron dos taxis, porque en uno no cabían. Un motivo banal volvió a separar a las amigas inseparables: de las seis, sólo Luciana y Verónica conocían el boliche al que se dirigían; por eso cada una de ellas encabezó una pequeña comitiva. Luciana y las dos chicas que iban con ella llegaron primero y esperaron en la puerta. O casi, pues enseguida los patovicas del boliche las obligaron de mal modo a despejar la entrada. Pasaba el tiempo y las chicas iban inquietándose por la demora de sus amigas. Lu inició con Vero un rápido intercambio de mensajes de texto:
Donde tas?
No sabes!
No por eso te preg.
Boba no sabes kien es el taxista!
Kien?
Tu ex. Creo que me reconoció
El taxi giró, se internó en una calle desierta, avanzó lentamente y se detuvo antes de llegar a la siguiente esquina.
–¿Vos no sos la amiga de Lu? –preguntó Fabio mirando a Verónica, que estaba sentada detrás suyo, por el espejo retrovisor.
–Sí –titubeó–, pero ¿por qué paraste acá?
–Para poder charlar más tranquilos; la noche recién empieza, ¿no te parece?
Verónica no contestó. Recordó los padecimientos que Luciana no se había atrevido a contarle: la burla, el sometimiento, la humillación, los golpes. Entre las densas sombras podía adivinarse el pánico mortal de las tres adolescentes.
–Qué raro que no estés con ella –continuó el taxista–. La verdad que es mejor perderla que encontrarla, aunque tengo que reconocer que lo único que hacía bien era chuparla –Fabio estalló en una risa repugnante–. No sé por qué me metí con ella, si está mucho mejor la amiga –alzó las cejas hacia Verónica en el espejo–. Vamos a hacer una cosa: ustedes dos se bajan y se las toman, y vos venís a sentarte acá adelante.
–¿Cómo, que nos bajemos acá? –dijo una de las chicas.
–Sí, pendeja, escuchaste bien, y da gracias que no te cobro el viaje. ¡Dale, bájense ya!
Las dos chicas, perplejas, no tuvieron tiempo de reaccionar. Verónica se sacó el elástico de atar el pelo y con un rápido movimiento lo apretó sobre la garganta del taxista. Tiró con todas sus fuerzas hacia sí, hundiendo la cabeza de Fabio contra el respaldo mientras murmuraba entre dientes: “vas a aprender a tratar a mis amigas”. Las chicas miraron a Vero con una expresión mezcla de espanto e incredulidad, y entre llantos escaparon del lugar. Verónica quedó exhausta, desparramada en su asiento, asombrada de lo que había hecho. Le parecía estar viviendo un sueño, una pesadilla. El celular la volvió a la realidad anunciando un mensaje de Luciana:
Donde tas?
17 y 105 veni apurate
Es cerca ya voy
Luciana presintió que algo muy malo había pasado. Quiso llamar a Verónica pero ya no tenía más crédito en el celular.
–¿Qué dice Vero? –preguntaron las chicas.
–En un rato llega. Ustedes entren que yo la espero acá –mintió Luciana.
Las amigas obedecieron y Lu corrió lo más rápido que pudo al encuentro de Vero. Llegó a la esquina fatídica y miró a través de la ventanilla del taxi. Adentro estaba, solo, el cadáver de Fabio. Luciana se tapó la boca horrorizada. Subió. Se sentó en el asiento del acompañante, con la mirada fija en Fabio. Entre las piernas del taxista yacía el elástico de Vero. Después de un tiempo sin medida, Luciana, joven, rubia, pollera muy cortita, bajó del taxi y apuró sus pasos sin rumbo fijo. Un patrullero la encontró deambulando cerca de la escena del crimen.

Gracias a los datos que aportó Luciana, la amiga inseparable fue hallada sin dificultad por la policía. Verónica pasó el resto de su corta existencia en prisión. Luciana está juntada con un muchacho mayor. Dicen que la maltrata.

SERENATA de Arturo Belda

– ¿Qué te pasa, mijo, que andás con esa cara?
– Me quiero matar, mama, me quiero morir.
– Venga mijito, cuéntele a su madre.
– Resulta, mama, que anoche fui a darle una serenata a mi novia. Fuimos con los músicos y estrenamos una canción que yo le compuse para ella, para la Martita.
– Ah, la Martita, la rubita, la hija de la Luisa.
– Sí, mama. Vino el Moncho con la guitarra, el Anselmo con la flauta y el Saturnino con el arpa. El pobre la trajo cargada, porque el hermano de él se había llevado el carrito de mano.
– Me gusta eso de las serenatas.
– Bueno, qué pasa, que esperábamos que se asomara a la ventana la Martita. Y no, ¿qué pasó? Se asomó un hombre y dijo: “espere mozo, que tengo que hablar con usté”. Bajó el hombre por las escaleras y ¡gran sorpresa! ¿Sabe quién era, mama? El tata en persona.
– Ah, sí, tu padre siempre supo andar por lo de la Luisa, y por muchas otras partes también.
– Bueno, mama, pero lo que pasa es que el tata, muy serio, me llevó a un lado y me dijo: “Usté, mijo, no se puede casar con la Martita y olvídese de ella para siempre. Ustedes dos no se pueden casar”. “¿Por qué, tata?” “Porque esa niña es su hermana”.
– Jua, jua, jua, ese viejo loco no sabe lo que dice.
– No, mama, no diga eso, que bajó también doña Luisa y llorando me dijo lo mismo. Desde la calle se oían los berridos que pegaba la Martita, y a mí se me partía el corazón con la pena.
– No hagas caso, mijo. La Luisa es una buena mujer, pero ella siempre tuvo niños entreveraos, nunca supo bien quiénes eran los padres. Se ponía a calcular cuándo había sido y nunca estaba segura. Siempre fue muy mala para los cálculos.
– No, mama, estaban los dos muy seguros. Además me dijeron que si nos casábamos cometíamos pecado mortal y Dios nos iba a castigar. Todos los hijos nos iban a salir lobizones.
– ¡Vaya puta! No diga eso, mijo. Usté se puede casar tranquilamente con la Martita. ¿No ve que ella es Sosa y usté es Ramírez? No son hermanos.
– Sí, mama, en los papeles está bien, pero la sangre es lo que manda.
– La sangre no manda nada, tu madre te lo dice. No pasa nada. Si la querés y ella te quiere a vos, casensen y sean muy felices. No son hermanos.
– Pero mire, mama, que doña Luisa me juró que era cierto, que es mi hermana. Me dijo que ella será tonta pero que nadie sabe mejor que ella lo que pasa en su casa.
– ¡Claro que es tonta la pobre, mijo! La Luisa sabe lo que pasa en su casa y yo sé lo que pasa en la mía. Si yo, hijo querido, te digo que se casen tranquilos, que no son hermanos, es porque yo sé muy bien, ¡yo sé muy bien lo que te digo! Y mirá que yo no soy tonta.

TRES BRUJAS SE HAMACAN EN UN RECUERDO, de Laura Prieto

Isadora tenía razones para asustarse del viento. La llevaba lejos en el pensamiento y la alejaba de los menesteres cotidianos de la palabra. En cambio, a Silvi se la veía firme ante las ráfagas que levantaban un frescor de otoño que olía a diabluras y juegos infantiles. La menor de ellas, Katia, era la encargada de mirar a ambos lados para ver si alguna de las hermanas se distraía. Las tres parecían apenas sostenerse en el aire frágil de la tarde. Los rayos de sol acariciaban las recientes arrugas de sus caras y por lo que se podía entrever, ellas se mecían en la hamaca inspiradas por un más allá de músicas, rondas y misterios. El secreto era pensar la misma hechicería al unísono, para reforzar el poder del conjuro. Según su madre les había confiado, algunas pruebas convenía intentarlas en grupo, tanto más si se trataba de la rememoración de un viejo acontecimiento por siempre olvidado. Ese día aguardaban con fervoroso anhelo la llegada del recuerdo.
Habían acordado los mejores atuendos para invocar aquel instante escurridizo de la memoria. Y ya dispuestas a transitar sin prisa ni pausa el territorio fugaz de una ausencia, sentían que tenían de nuevo diez años y salían a ganarle una tarde más al misterio. Katia miró de soslayo a Silvi, con los párpados apenas abiertos, en una pose sensual que conjugaba con las flores de los hombros en un suave frufrú. La risa de Katia elevaba a su vez la sonrisa de Isadora que, inspirada por el roce de las sedas, era la que había llegado más lejos: una antigua casona de principios de siglo, en el costado de las vías del tren, un verano del año mil novecientos…
“En el barrio aún las calles eran de tierra, las manzanas no se habían loteado y aquella mansión era la única que se erguía bella y diabólica en medio del paraje solitario. El padre había dispuesto aquel lugar sólo para complacerla. Ella comenzaría una vida de novela. Se probaba las suaves telas del vestido y el ramo de novia con el que llegaría al altar.” Su madre las sorprendió detrás de la puerta. Basta de invocaciones. Y la visión se hizo cada vez más tentadora. A falta de conjuro, sería bueno aventurarse a conocer el lugar. A los pocos días prepararon todo para después de la escuela. Las bolsas y las cantimploras para el camino.
Ya corrían por el parque de la quinta abandonada. Ya se subían y bajaban de los almendros florecidos. Era verano y en pleno calor de la siesta la casa resplandecía como en un sueño de adormideras. “Deja que cuente esta parte —dijo Silvi con voz casi inaudible—.Yo las guiaba entre las sombras para subir las escaleras. Pronto sentimos un quejido agudo proveniente del ático, que vos confundiste con las voces de los niños muertos.” “Cierto—prosiguió Isa— y la pequeña Katia se detuvo y gritó de espanto al oír la primera campanada.”
No había adónde huir. El eco las perseguía por todas las galerías solitarias. La bella pareja amortajada. Por las escaleras ahora ensangrentadas, por los salones en los que habían bailado inocentes el primero y último vals. ¿Cómo habían cambiado la esponjosa merienda de la abuela por un sinsentido semejante? Pobre Silvi, siempre tan enternecida con la leyenda del castillo. ¿Quién sabe si hubieran sido felices? En cambio sus padres tenían una convivencia terrenal pero auténtica. Quién sabe si los jóvenes no hubieran huido espantados el uno del otro como ellas lo hacían esa tarde por las vías que daban a la estación. No les alcanzaban las piernas para alejarse y terminaron despatarradas en los escalones del almacén de Ricardo Gutiérrez, con las bocas abiertas.
Katia miraba intrigante a ambos lados del asiento. Isadora se veía exhausta como una poseída después del exorcismo. ¿Por qué se habría borrado aquel recuerdo? Era una cuestión que las dejaba atónitas y les provocaba extrañeza, como aquella noche en que vieron quemar los libros de Sartre con los que estudiaba su padre junto a los cuadernos de brujerías de la abuela Agustina. Por consenso familiar mamá dejó la magia y la hechicería para tiempos menos oscuros. Para Isadora, su madre quiso protegerlas de las habladurías barriales y de otros espantos concretos. Y que no se cumpliera la maldición que recaía sobre las niñas que se atrevían a pasar las puertas de lo prohibido. No se podía traer a la pareja de recién casados, arrollados por un tren en plena noche de bodas y sin poder disfrutar de su idilio. También su padre se había muerto joven, sin que ellas hubieran podido confesarle aquel episodio a unas cuadras de su casa en Villa del Parque.
Cada una tenía por suerte su profesión. Katia era buena cocinera, los caldos eran su especialidad. Silvi se dedicaba a la medicina natural. Isadora cultivaba el arte de la palabra. Pero los fines de semana, reunidas en el patio de la casa de mamá, las hermanas seguían siendo literalmente brujas. Ese era uno de esos días. Lo cierto es que en la foto se las verá diosas por siempre, trayendo con malicia y felicidad aquel momento olvidado. Del otro lado, una señora grande parece divertirse enfocando el conjunto, sin saber del todo qué provoca las risas de las susodichas. En el ir y venir de la hamaca, Isadora comprende esos huecos que la memoria escamotea para poder recordar. Se permitían ahora compartir aquella diablura infantil como si ocurriera en ese instante, en medio del viento que les acaricia la piel y les provoca escalofríos.