TORMENTA DE VERANO, de Mónica Debuchy

Ellos no escucharon el pronóstico del tiempo. La radio estaba descompuesta y televisor no tenían, pero el hombre vio el cielo muy oscuro, con nubes grises, cercanas a la tierra  y de una forma extraña. Pensó que podía ser un tornado o un huracán. Entró a su casa, aseguró bien las ventanas y se sentó a esperar. Primero fue una gran calma. Ni una hoja se movía. El verde de los árboles tomaba un color brillante. El cielo se iba poniendo cada vez más oscuro, aunque todavía no era de noche.
Su mujer le preguntó si preparaba tortas fritas. Era una tradición en el campo comer tortas fritas los días de lluvia. Él le dijo que sí con la cabeza. Ella se puso un delantal blanco. Él encendió un cigarrillo y se sentó a esperar.
La calma fue interrumpida por un gran trueno, como si fuese el disparo que anuncia una largada. El viento comenzó a soplar con fuerza. Los árboles del jardín parecían marionetas moviendo todas sus ramas. El vibrar de los vidrios anunciaba lo que sucedía afuera. La lluvia arreciaba. El vidrio de un ventanal estalló dejando entrar un torbellino. El reloj cucú colgado en la pared se cayó, la puerta se abrió por el golpe y el pajarito voló aterrorizado a colocarse arriba de la estufa.
¡Qué raro! Siempre creí que el pajarito también era de madera, pensó el hombre.
Otro ventanal roto. Ya no sabía si estaba adentro o afuera. El agua entraba a torrentes. Seguramente se desbordó el arroyo, pensó otra vez el hombre. Todo volaba adentro de la casa. Papeles, cortinas, macetas. El maniquí que usaba su señora para coser los vestidos comenzó a correr por el living, saltando en su solo pie. Buscaba un lugar seguro. El agua cubría el piso, ya le llegaba a los tobillos. Los juguetes que había dejado su nieto sobre la alfombra empezaron a flotar. Pasaron un Pinocho de madera, una pelota amarilla y tres patitos de goma.
– ¿Para cuándo las tortas fritas? –gritó él-. Esto pasa en un momento.
Estaba harto de esa mujer tan indolente, que vivía cansada, a quien había que repetirle muchas veces las órdenes. Los dos tenían la misma edad, pero ella parecía más vieja. Añoró no estar en ese momento con la Teresa, la hija del capataz, veinte años menor que él, siempre cariñosa y con su cuerpo oliendo a lavanda en flor.
La mujer no respondió pero pensó: Viejo gruñón, ni las tormentas lo hacen callar. ¡Ojalá lo parta un rayo!, y se dirigió a la cocina, con el agua que ya le llegaba a las rodillas. Vio algo oscuro que venía hacia ella. Era su perro que pasaba nadando, seguido de una pequeño desfile acuático, que formaban un cepillo de dientes, sus botas de goma y la alfombra del baño.
Con el agua a la cintura buscó la cocina pero no la encontró. Sacó la harina del aparador, pero era imposible amasar si no encontraba la mesada. Cuando el agua le llegaba al cuello, un remolino la hizo girar, abrió los brazos y se dejó arrastrar por la corriente. Salió de su casa, aferrada a una silla y por una ventana. Consiguió treparse a la rama de un árbol del jardín, un roble de gran altura y se quedó allí, en medio de la oscuridad, hasta que pasó todo.
Al día siguiente un sol radiante iluminaba el caos. El agua había vuelto a su cauce normal. Ya no llovía. Bajó del árbol, entró a su casa y comenzó a ordenar. Le sacó al maniquí un mantel y una media de hombre que tenía enrollados en su cuerpo. Se rió al ver que Pinocho había perdido su nariz y sus colores. Los patitos de gomas nadaban felices dentro del inodoro y estuvo a punto de pisar al perro creyendo que era un felpudo (por suerte, él movió la cola por el reencuentro). Colocó su cepillo de dientes en el  botiquín y las botas de goma boca abajo para que se escurrieran. Tenía una gran sensación de paz, como si nada hubiese ocurrido. Se sentó en el sillón hamaca y cerró los ojos. Ya tendría tiempo de limpiar.
A su marido y al pajarito del reloj cucú nunca pudo encontrarlos. Seguramente aprovecharon la ocasión para levantar vuelo con rumbos inciertos y distintos.

RECEPCIÓN EN EL PARAISO, de Lucila Santa María

Apareció sonriente y desinhibida.
Nos acompañó en un recorrido por el jardín de la cabaña y dijo:
– Por unos días este paraíso también va a ser de ustedes.
Varias veces repitió que era lo más bello que había conocido y lo amaba con todas sus fuerzas. Compartimos su opinión asintiendo con la cabeza.
– ¿Desde cuándo vive aquí? –le pregunté.
– Tres semanas.
Se interesó en cómo habíamos llegado a un lugar tan escondido, lejos de nuestra casa.    
– Estuvimos hace. . . –comencé a decir.     
– Lo mío –me interrumpió – es producto de una larga historia, en la vida todo tiene un antecedente. Pasé varios años cuidando a mi madre y a un hermano, hasta que por suerte Dios les encontró un lugar junto a él, cerró la puerta y tiró las llaves. Por eso estoy aquí para recibirlos a ustedes. No teman –esbozó una sonrisa – no tiraré las llaves.
Preguntó cuándo habíamos estado allí. Me apuré a contestar:     
– Hace treinta años, en esa época no había nada.  
Odilia contó que una amiga le había conseguido el trabajo por un aviso en el diario.     
– Se pedía una persona de confianza, buena presencia y trato cordial y pensó en mí. Me presenté y me seleccionaron en cuanto me vieron.
Sacó del bolsillo de su delantal un paquete de cigarrillos y encendió uno.
– ¿Se puede…? –comenzó a preguntar mi hijo, Fausto.
– No me digas más, ya sé qué me vas a plantear, tengo mucho trato con adolescentes y les conozco todas las vueltas. Me vas a preguntar si podés fumar dentro de la cabaña y yo te respondo de ninguna manera.
Fausto me miró y movió sus labios sin voz: esta está loca. Y le respondió: – Pero yo no fumo, quiero saber si hay dónde alquilar una canoa.
Terminada la recorrida del jardín nos guió por un sendero entre pinos hasta la costa del lago. Era un atardecer cálido de cielo diáfano en el que se recortaba el perfil de las montañas. No había viento. El lago era un espejo donde nadaban algunas familias de avutardas.
– No hay duda, estamos en el paraíso –dije.
Ella enumeraba lo que veíamos:
– Pinos milenarios, el lago transparente, la playa de piedritas grises y leca, allá la costa lejana, la orilla de enfrente…
De vez en cuando se agachaba a recoger colillas de cigarrillos que encontraba tiradas, las guardaba en el bolsillo de un corto delantal que llevaba puesto sobre una calza anaranjada y nos explicaba:
– Una de estas tarda diez años en desintegrarse, yo quiero que mis nietos vivan en un mundo limpio y que puedan conocer estos lugares tal como yo los estoy viendo.
Subimos desde la playa hasta la cabaña. Odilia abrió la puerta y nombró cada lugar al que nos acercábamos: – Aquí está la cocina, el termotanque, la alacena, la mesa con sus sillas… Cualquier cosa si necesitan más, puedo agregar alguna.
Mi marido, Juan, le explicó:
– No va a hacernos falta porque somos tres personas nada más y hay seis sillas.
Pero ella insistió: – si recibieran visitas… –Aunque era imposible porque no conocíamos a nadie allí.       
Mostró lo lustrado que se encontraba el piso porque lo había encerado antes de nuestra llegada y cuánto trabajo le había dado ya que se había cortado la luz. Retiró las colchas de las camas para mostrarnos que las sábanas estaban limpias y planchadas. Y nos explicó que había armado el dormitorio para los tres juntos así no nos sentiríamos solos.
Al retirarse nos entregó las llaves y recomendó hacer un uso discrecional del gas porque era muy caro. Ya en el porche nos mostró qué lugares del jardín necesitaban más riego.
Retrocedió unos pasos para preguntarnos qué cenaríamos y explicó cómo llegar al único almacén con buenos precios que había en la zona.
– Es conveniente que hagan una cena liviana después de un viaje tan largo. ¡Ah!, una última cosa, no deben dejar las luces encendidas.
Hicimos escasas compras; las estanterías del almacén estaban casi vacías. Y nos fuimos a dormir antes de que anocheciera para no prender luces.
El día siguiente comenzó temprano y con mucho apetito. Odilia había prometido acercarnos el desayuno.
Pasada media mañana apareció con una bandeja. Se excusó diciendo que como se acostaba tarde le era difícil levantarse y aún tenía que ir a comprar el pan. Le pidió a Juan que la llevara con el auto. Ya en el negocio agregó a la compra manteca, dulce, harina, entre otros productos, además de dos paquetes de cigarrillos. Prometió que más tarde devolvería el dinero gastado.

Habíamos organizado ese viaje como festejo de mi cumpleaños.
En una de las asiduas visitas de Odilia, Juan le comentó la fecha y le preguntó qué lugar nos recomendaba para ir a cenar. Nombró varios pero ninguno la convencía del todo. De todos modos agregó que para llegar a cualquiera de ellos íbamos a necesitar de su guía.
Llegó el esperado día. Nos quedamos sin desayuno porque Odilia recién vino por la tarde. Se disculpó y trajo una torta hecha por ella y luego algunas sillas.  
– Me tomé el atrevimiento, mi reina, de invitar a algunos vecinos. Le dije a Perla la dueña del almacén, a Eusebio, el encargado del camping, un hombre macanudo con quien converso todas las tardes. A los dueños de la hostería, es gente nueva, y a los mozos que pasan la temporada aquí y no tienen a su familia.
Poco tiempo después me encontré rodeada de gente desconocida que hablaba entre sí. Juntas soplamos la velita.
Perla se dirigió al perchero y se puso mi campera porque tenía frío. Eusebio se adueñó de la heladera y sacó todas las bebidas que encontró. Revisó la alacena y puso en la mesa los comestibles que consideró adecuados. Cuando fui al dormitorio para buscar un abrigo, encontré a uno de los mozos acostado en la cama de mi hijo.
Salimos los tres para buscar un lugar donde cenar. En cuanto Odilia escuchó el motor del auto salió corriendo a nuestro encuentro:
– ¡Ah, picarones! Se quieren ir a cenar sin nosotros, pero a esta hora no van a encontrar nada abierto.
Juan abrió grande los ojos y respiró profundo, aceleró y salió picando en una nube de tierra. Buscamos alguno de los lugares que había mencionado Odilia. Luego de dar muchas vueltas encontramos el que funcionaba en la hostería, pero estaba a oscuras. 
Las visitas se retiraron entrada la noche, luego de haber comido nuestras escasas provisiones.

Pasados unos días Odilia nos comentó una idea que había puesto en marcha:
– Como ustedes son solo tres y aquí hay lugar, van a compartir la cabaña con una familia que recién llega. Trajeron una carpa que van a armar en el jardín. Ah, Juan, ya que va a salir, necesito que me lleve a hacer las compras para el desayuno de mañana. Vamos al almacén de Perla.
Cuando regresamos la carpa había sido ubicada cerca de la tranquera. Por el cierre entreabierto se asomaba un bollo de ropa que pude reconocer: algunas medias, bombachas y calzoncillos esparcidos por el jardín señalizaban el camino hasta la cabaña. Más tarde vi a Odilia atravesar el jardín rumbo al lago con mi gorro y mis botas.