ESE BRILLO EN EL AIRE..., de Fabián Berenstein

"Soy el que soy"
                                                                                                                                          
Lito había llegado sin darse cuenta a la Costanera. La última imagen de esa caminata que guardaba en su retina, como una fotografía, era la del Monumento a los Españoles, es decir que había caminado alrededor de un kilómetro y medio sin ver nada, en piloto automático, como le gustaba graficar.
Acababa de subir a la vereda que daba al río y, distraído, no se preocupaba por el peligro que inconscientemente había corrido al cruzar todas esas avenidas de tránsito ultrarrápido y pesado como la misma Costanera.
A paso lento ingresó, porque sí, en la escollera del Club de Pesca.
Con el mismo estado mental llegó a la sede del club. Se estacionó en la barra del pequeño bar y pidió un cortado que bebió de un sorbo. Pagó y salió hacia el extremo terminal del muelle.
A un costado, la lejana usina y los escasos barcos en la dársena comenzaban a encender sus luces, a pesar de que todavía brillaba el sol, ya algo recostado sobre el oeste.
Lito sintió con placer el aroma del río; a esa altura de la escollera había quedado muy atrás el olor de la resaca pudriéndose sobre la playita asquerosa de la orilla. 
Observando la superficie suavemente ondulada sintió una vez más la sensación habitual, atracción irresistible, rechazo angustiante que experimentaba siempre en presencia de grandes masas de agua.    
Mirando hacia el frente Lito se mintió que gracias a su excelente vista podía divisar la costa plana del Uruguay.
En esa exacta dirección, su mirada captó la figura del único otro morador del espigón. De frente al río, sentado en una sillita plegable, leía concentrado un diario doblado sobre las rodillas. Con la caña al lado, firmemente afirmada en su soporte y el sedal que por momentos destellaba al sol tensamente sumergida a unos cincuenta metros, aquel hombre tenía algo reconocible.
A medida que Lito se le acercaba despacio, la figura se le hacía más familiar. 
En el aire se había instalado algo extraño. Con la sensibilidad a flor de piel, como la tenía, Lito se dio cuenta de que se trataba de un brillo, muy leve pero no habitual. Era una reverberación que el sol prestaba a las cosas, que adoptaban un movimiento suavemente ondulatorio, como el del río.
Miró a su alrededor. Se dio cuenta de que todo estaba impregnado con aquella extrañeza. El piso de tablas era y no era el mismo; a lo lejos la usina era y no era la usina de siempre; sus manos eran y no eran sus manos.
En ese instante, llegó al final del muelle y casi a tocar al desconocido.
Como si lo hubiera estado esperando plegó el diario, lo guardó en la canasta que estaba a su lado y se incorporó, dándose vuelta.
No se puede pretender que Lito no se sorprendiera pero tampoco se sobresaltó. De alguna manera es como si hubiera estado esperando aquella visión de sí mismo. Se trataba de una imagen especular de él, sólo que como todo lo demás era y no era el mismo Lito. Aquel brillo ondulante le daba un aspecto fantasmal que confirmó cuando caminó, mejor dicho, se deslizó hacia él y al cerrar Lito los ojos esperando el choque con su otro yo éste pasó a su través. Lito se dio vuelta y vio al otro mirándolo con unas sonrisa burlona.
–¿Quién…sos?
El otro se rió levemente.
–Vos ya lo sabés. Yo…soy vos y vos…sos yo. Te preguntás qué tenemos de distinto, vos y yo, ¿verdad?
Su voz era como su imagen, suave y espectral.
Lito aceptó como natural que aquel hombre o figura hablara como él y supiera todo lo que él pensaba, al mismo tiempo en que lo hacía, o casi al mismo tiempo.        
La respuesta se la dio su otro yo.
–La única diferencia entre nosotros es la dimensión en que cada uno está.
La mirada de estupefacción de Lito fue épica. El otro se lo demostró con su carcajada. 

Nada le llamaba ya la atención, ni darse cuenta de que no había más caña, ni canasta de pescador, ni sombrerito para el sol. Habían desaparecido todos los elementos que los diferenciaban. Los dos eran ahora exactamente iguales. Caminando lado a lado lo único fuera de lo común era el raro brillo coloreado que seguía agitando suavemente el aire.

 –¿Cuántas dimensiones hay?, ¿sabés?
–¡Quién no lo sabe! ¡Hay tres: longitud, altura, espesor! –respondió Lito, presintiendo que esa no era la respuesta correcta.
–¡Ahá! ¿Y no se te ocurre que además del espacio el tiempo es una dimensión? ¿Y también lo es la combinación del espacio con el tiempo? ¿Y no lo son acaso las combinaciones parciales de las distintas dimensiones del espacio entre sí y con el tiempo?
Lito se estaba sintiendo apabullado.
Débilmente opuso: –… Pero vos sos como un fantasma. Hasta pasaste a través mío.
–¡Sí, pero sólo en tu dimensión! En la dimensión en que yo estoy vos pasaste a través mío; a pesar de eso no digo que seas un fantasma…
Lito trataba de resistir.
–Si lo que decís fuera cierto ¿por qué nunca nos habíamos encontrado?
Por primera vez el otro Lito mostró desaliento.
–No lo sé. No sé todo.
Lito recobró fuerza: –Además, si somos el mismo ¿por qué vos sabés lo que sabés y yo no?
–Me lo explicó nuestro otro yo.
–¡¿Otro más?! –Lito respingó.
El otro pareció recuperar su humor.
–Gracias por hacerme reír, me había deprimido un poco. Yendo a tu pregunta, ¿acaso no habíamos dicho que había muchas, tal vez infinitas dimensiones? Pues en una oportunidad yo me encontré conmigo en una dimensión superior en conocimiento a la mía y me expliqué todo esto que ahora te estoy explicando a vos. Pero ese otro yo tampoco sabía todo.
Hay que saber reconocer los límites y aceptarlos cuando no se puede hacer más. Harías mejor en aceptarlo cuanto antes, como hice yo hace tiempo y porque la existencia de uno en varias dimensiones es lo real.
–¿Cuándo fue ese encuentro? ¿Por qué yo no estuve presente? –Lito estaba un poco celoso.
Lentamente habían salido del Club de Pesca y se encontraban caminando por la Costanera, en dirección del Aeroparque.
–No sé. Eso ocurrió hace un año y medio.
Lito quedó pensativo. Hacía un año y medio había sido operado. En esa oportunidad un sueño lo había impresionado mucho. Recordaba perfectamente que caminaba por un sendero donde todo, paredes, techo, piso, eran espejos, por lo que su imagen se reproducía al infinito donde fuera que mirara.
Contó su sueño.
–¡Eso es! Ese fue el momento del encuentro en la otra dimensión –observó el otro yo. Pensativo, agregó: –Lo único que me preocupa es si el desdoblamiento o la coexistencia de un cuerpo, este que tengo, en varias dimensiones, se da exactamente en el mismo tiempo y lugar o admite una diferencia en el tiempo y el espacio. No quiero preocuparte pero a mí, perdón, a mí en esta dimensión, esa inquietud me vuelve loco.      
Estaban entrando en la rotonda frente al Aeroparque. Curiosamente no se escuchaba el rugido de los motores de los aviones. En realidad tampoco se escuchaba ningún sonido, ni el rumor de la multitud de pasajeros, ni el del tráfico que entraba y salía de la estación aérea, ni el que circulaba por la avenida. Recién entonces Lito recordó que no había sentido ningún sonido desde que viera a su otro yo en el Club de Pesca. Sin que hubiera necesitado preguntarlo en voz alta, este comentó que eso coincidía con la reverberación del aire.
–Creo que la extrañeza del aire, este brillo y esta ondulación en que nos encontramos es la condición para la percepción de nuestro desdoblamiento. Lito ya lo había sospechado.
–Y ahora, ¿adónde vamos? –recuperó el aliento.
–A sentarnos un rato allá. Estoy cansado –respondió escuetamente el otro– ¡Bueno, bueno! ¡Esto sí que no me lo esperaba!
Lito miró en esa dirección y se detuvo.
Frente a ellos, es decir frente a él, sentados en uno de los bancos de plaza que allí había, cuatro Litos superpuestos lo miraban con expresión melancólica. De inmediato se dio cuenta de que era la que él mismo tenía, producto del pedido de divorcio que su esposa le había hecho, después de diez años de matrimonio y el adulterio desde quién sabe cuándo con su mejor amigo, descubierto hacía unas semanas. 
–¡Hasta cuándo, Señor! –Lito suspiró profundamente y se encaminó al banco.

EL APRENDIZ, de Luis Del Pópolo

Luciana solía leer historias muy interesantes pero que, extrañamente, no llevaban título. Y ella se los inventaba. También llegaban a sus manos hermosas frases, seguidas de hojas en blanco que ella se encargaba de completar. En otras oportunidades se encontraba con gatos sin bigotes, espejos sin reflejos, caricias sin amor, panes sin manteca y muchas cosas más. A todos les conseguía lo que les faltaba.
Hasta que se encontró con un niño sin alas. Era, sin dudas, su caso más difícil. Le explicó que las alas las tenía, solo que no lo sabía. Con cariñosa paciencia lo llevó por los caminos de la imaginación, esos que alguna vez ella misma había recorrido. Y entonces, después de algunas semanas, Ramiro –que así se llamaba el chico-  aprendió a volar. Como todos los niños.

LA BÚSQUEDA DEL TESORO de Marta Torres

Era una semana del mes de noviembre, no me acuerdo de qué año… Década del ochenta, no sé si ochenta y tres u ochenta y cuatro. Ya habían ido los alumnos varones y esa semana les correspondía a las mujeres. Iban cuarenta, diez por cada división, y se elegía a los mejores promedios. A cargo de ellas, se designaron tres profesoras y dos preceptoras. No sé cuál fue la razón ni el porqué: me preguntaron si yo quería completar el “cuarteto” con las profesoras. Esa oportunidad no la podía perder. Se lo comuniqué a mi familia y allá en un micro y en casi veinticuatro horas llegamos a ese lugar paradisíaco del sur argentino. Montañas, verdes bosques, el lago azul Nahuel Huapi, unas cabañas muy cómodas y pintorescas rodeadas de un parque fantástico y unos juegos de plaza pintados de brillantes colores.
El recuerdo que tengo de esos días es de los mejores pues no hubo nunca un problema; al contrario, formamos entre todas un grupo de cuarenta y seis personas que nos divertíamos, hacíamos excursiones y caminatas, y por la noche fogatas a la orilla del lago ya que algunas habían llevado guitarras. Se cantaba hasta que alguna de las profesoras, mirando la hora, decía: –Bueno chicas, a dormir pues mañana después del desayuno nos viene a buscar el micro para ir… – y ahí todas enfilábamos hacia nuestros dormitorios.
Además de estas actividades, si el día era desapacible jugábamos (ahí sí se formaban  distintos grupos) algunos a las cartas, otros al Teg (que en ese momento estaba de moda) y los restantes con los juegos que había en el parque (toboganes, subibajas y hamacas).
Esa tarde a alguien se le ocurrió jugar a la búsqueda del tesoro. La idea nos encantó. Se formaron parejas y a mí en el sorteo me tocó estar con una de las profesoras. Lo más divertido del caso era que con Leonor (así se llama o llamaba), de aspecto muy serio en apariencia pero muy divertida y peor que yo en lo distraída, hacíamos un dúo “casi perfecto”; el monumento al despiste. Empezamos la búsqueda por el parque. Debajo de una mata de flores encontramos un papelito que decía que siguiendo el camino al lago íbamos a tener una nueva indicación. Casi corriendo nos fuimos directo a ese sendero que no era un camino recto sino una bajada estrecha y un poco escarpada. Ahí, prendido a un árbol, estaba el segundo papelito que decía más o menos así: “Balanceando, balanceando encontrarás lo que buscás”.  Las dos chochas pensamos lo mismo: como dos tontas nos empezamos a mover para adelante y para atrás. En eso estábamos cuando vinieron dos chicas y nos preguntaron qué hacíamos. Les mostramos el papel y para qué… Se murieron de risa y nos dijeron:
– Por favor, no hagan más gimnasia porque así no lo van a encontrar, pero sí puede estar en las hamacas.
Nos echamos a reír mientras ellas con ese dato corrieron y por supuesto encontraron el tesoro.
Las dos que ganaron ni cortas ni perezosas, les contaron a las demás el encuentro con nosotras que, cuando llegamos, todavía muertas de risa, fuimos objeto de bromas y cargadas que duraron casi hasta que volvimos a Buenos Aires.