SIN TÍTULO

de Andrea Babini

A las 10 de la mañana

Termina de enjuagarse las manos y sale. Piensa que finalmente no fue tan difícil, y una sonrisa tímida se dibuja en sus labios.
Detiene un taxi en la esquina de Montes de Oca e Iriarte –la mano alzada con cierta cuota de dignidad, una mirada hacia sus lados, el ceño fruncido como quien tiene muchos asuntos en qué pensar– y sube. Leve olor a jabón líquido, del barato, en el aire.
–Independencia y Lima, por favor.
Mete la mano en el bolsillo interno del lado derecho del saco. El billete transpira por el contacto con los dedos.
El rostro de Saldívar, a través de la ventana, se pierde en la contemplación. Las viejas casas de Barracas se ven rejuvenecidas con el sol de frente; mujeres y hombres caminan apurados; los negocios abren sus puertas; empieza a hacer calor.
La calma volverá lentamente. Ahora sabe que subirá los tres pisos de la pensión, tomará su bolso ya armado, pagará a la dueña los alquileres atrasados, le dirá que vuelve al rato y no volverá nunca más.

A las 9 de la mañana
Pisadas casi imperceptibles en el pasillo. Forcejeos en la cerradura. Entrada sigilosa, muda. Gervasio ronca en el cuartucho improvisado dentro del único ambiente de la casa. Ronca y de su boca sale un fuerte olor a alcohol. Lo despierta el aliento de Saldívar. Gervasio abre los ojos con la boca ya tapada. Se dirigen al baño, entre empujones.
_ ¿Qué pasa? ¡Qué hacés!
_ No hables.

_ ¿Pero qué querés?
– Ya vas a ver –y vuelve a taparle la boca, esta vez con un pañuelo de tela.
Las manos atadas por la espalda. La puerta del baño cerrada. La respiración agitada de Gervasio, sobre el vidrio del botiquín, empañándolo.

Antes
Conocí a Gervasio en la escuela primaria; íbamos al mismo grado. Era alto, pecoso, rubio. Parecía tranquilo, pero se mostraba realmente ante hechos de lo más irrelevantes.
Una mañana, me acuerdo, uno del grado le escondió su cartuchera. Justo eso, que a los siete, ocho años es la posesión más preciada. La de Gervasio tenía tres pisos repletos de útiles. Entonces esas cartucheras, de tres pisos y con la imagen de Astroboy en la tapa, eran las más caras. Mamá nunca pudo comprarme una; no le sobraba la plata pero yo pensaba que no la merecía. La escondieron, decía, y Gervasio se enfureció: las manos le transpiraban, las rodillas chocaban en el temblor. Cuando dijo los voy a matar –con una mirada que yo nunca había visto–, entró la maestra. Inmediatamente la cartuchera apareció y Gervasio se replegó en su banco.
Años después dijo algo que quizás explicaba esas reacciones: “Jorgito, un hombre de verdad debe tener orgullo, y demostrarlo, ¿me entendés?” Me reventaba que me dijera Jorgito y también que preguntara me entendés al final de cada frase, como si su discurso fuese elevado, filosófico, como si yo fuera tarado además.
Cuando terminé el secundario me metí a estudiar Arquitectura. Sentí que iniciarme en la universidad haría que la gente me respetase, creía que así podía ser un hombre de verdad. La carrera la elegí sólo porque pensaba que me iba a dar plata. Iba por el tramo final cuando encontré a Gervasio en la calle.
– Qué hacés, Gervasito –le dije con los cuadernos sobre el pecho.
Me miró riendo: – ¿Qué, estudiás?
Él se dedicaba a los negocios. En ese momento tenía la idea de poner un casino sobre Camino de Cintura. No sé cómo me convenció de participar en un proyecto que me parecía, desde el principio, descabellado. Pero logró llamar mi atención así que empezamos a proyectar la obra los martes a la noche.
Las reuniones las hacíamos en casa. Como era usual, hasta que me recibiera pensaba seguir viviendo con mamá y mi hermana, y luego alquilaría un ambiente cerca del centro. La cuestión es que el tema del casino me atrapó y se me pasaban las entregas de la facultad. La vieja pensaba que a la noche yo las preparaba, pero lo cierto es que Gervasio no me dejaba tiempo para nada. Así perdí la cursada de una de las materias más importantes, lo que me desanimó sobremanera.
Cuando estaba a punto de darme por vencido y dejar la facultad para siempre, la vieja se enfermó. Yo pensé que se iba; nunca la había visto tan mal. Una tarde, mientras ella dormía, prometí que haría cualquier cosa porque se salvara. Lo dije en voz alta y me escuchó.
– ¿Cualquier cosa? –preguntó con un hilito de voz.
– Sí –tuve que responder.
– Quiero que seas arquitecto: arquitecto Jorge Saldívar... Prometeme, es lo único que te pido.
¿Quién podría negarse? Esa misma noche me puse a estudiar. Pensé qué feliz sería la vieja si yo lograba recibirme antes de que se muriera. Así fue que le metí pata, y con tanta voluntad que la parca decidió esperarme.
Pero las reuniones por el casino continuaron. Yo recibía a Gervasio a las diez de la noche y le pedía que a las doce se fuera, para poder avanzar con las entregas. Pero claro, a él nunca le gustó ser el segundo y pronto se cansó del proyecto y de mí. Nos separamos una noche. “Chau, suerte, cuando te recibas capaz que hacemos algún negocio, si todavía te querés acordar de mí”, me dijo. Me quedé en la puerta de casa, viendo cómo su cuerpo se hacía más chiquito a medida que avanzaba hacia la avenida.
Una noche –muy tarde– me levanto de la mesa a prepararme café. Estaba diagramando el boceto de una casa tipo chalet, de dos plantas. Pensando en la orientación de las ventanas atravieso el pasillo y ahí escucho el ruido de los resortes de la cama de mi hermana. Cuando reconocí a Gervasio (su espalda llena de pecas no dio lugar a dudas) me enfurecí y lo saqué a patadas.
– Me vas a volver a ver –advirtió.
– Ojalá –le dije.
A mi hermana, escondida bajo las sábanas, solamente la escuché putear. “Si el viejo estuviera vivo no te atrevés”, le reproché. 
Poco tiempo después me recibí. Tanto encierro me había cambiado un poco: tenía la cara llena de granos, una ansiedad nueva en mí y una joroba incipiente. Por supuesto, mamá no había muerto. La fotografía con el diploma la muestra radiante.
En casa se hizo una cena en mi honor. Al ver entrar a Gervasio de la mano de mi hermana, como mínimo debo decir que me sorprendí.
– No te quisimos distraer de los estudios –dijo mamá emocionada– por eso no te dijimos nada. Merceditas y tu amigo se van a casar, ¿qué te parece?
Me di cuenta de que la había embarazado y no sé por qué milagro había decidido hacerse cargo. El hijo de puta me miraba con una sonrisa irreverente de oreja a oreja. Lo miré al lado de mi hermana –chueca, narigona y demasiado flaca– y traté de entender por qué quería ligarse a ella.
Mamá estaba feliz. Al mes, a mi lado, tiraba arroz en la puerta del registro civil, y reía a carcajadas. Siete meses más tarde, un bebé “prematuro” nacía. Era gordito y rozagante. Por supuesto, tenía pecas. Lo llamaron Gustavo.
El reciente casamiento de mi hermana y una recaída de mamá me obligaron a quedarme con ella, pese a que ya había marcado en el diario algunos monoambientes en alquiler. De un día para el otro, tuve que ocupar el rol que le tocaba a Mercedes y escuchar “maricón” cuando iba con el changuito de las compras por el barrio. Por otra parte, mi título de arquitecto jamás me dio plata. Como una maldición de Gervasio (“vos estudiá Jorgito, mientras yo hago guita”), cada trabajo que tomaba terminaba en fracaso. Solamente me sentí un arquitecto en casa, con mamá:
– Ahora está en un tiempo sabático para cuidarme a mí, tan bueno es... –le decía a las vecinas que llegaban de visita y a quienes yo debía servirles el té y galletitas. En esa época subsistíamos con la pensión de papá.
La salud de mamá fue empeorando hasta que murió después de una agonía de dos noches y tres días. Me alivió saber que ya no sufriría.
Inmediatamente llamé a Gervasio; no pensé en nadie más.
– Ayudame –le rogué.
Prometió venir lo más rápido posible. Pero pasó esa tarde y la otra y la siguiente, pasó el velatorio y el entierro, y jamás llegó.
– ¡Vos le dijiste algo que lo ofendió! –me gritaba mi hermana, que no sabía si llorar por mamá o por el abandono de su marido– ¿No te das cuenta de que Gervasio es muy sensible?
A mí me pareció que en época a Gustavito le desaparecían algunas pecas de la cara.

Cuando lo reencontré yo vivía en una magra pensión y me arreglaba con changas. Mercedes se había mudado con un nuevo novio a la casa de mamá. Gustavito crecía.
– ¡Qué hacés...! –me dijo, e intentó abrazarme. Me negué por supuesto.– No me guardes rencor, pasó el tiempo y, mirame, soy un trapo de piso.
Era verdad, se lo veía deteriorado.
No sé cómo me arrastró a un piringundín y en la tercera cerveza me espetó:
– Si me muero mañana, me voy tranquilo porque en este mundo de mierda yo fui feliz. ¿Sabés cuándo fue? Esas noches... en tu casa... con el proyecto del casino.
Me contó que extrañaba a Gustavito pero sabía que crecería mejor sin él, que nunca había querido a mi hermana y ni siquiera le gustaba, que solamente buscó llamar mi atención, reconcentrada en los planos y las maquetas. Que con la muerte de mamá ya no supo qué papel jugar. Que vivía malamente en Barracas y hacía lo posible por llegar a viejo con orgullo (otra vez esa palabra). “Visitame”, me pidió, “estoy solo, no quiero a nadie, pero a vos siempre te voy a abrir la puerta”. Le prometí que lo haría. Parecía otro, tan frágil... Me dijo que lo único que tenía era una guita de una estafa a dos gringos que había conocido en San Telmo; les había prometido una visita a los suburbios del sur...
Esa noche pagó él. En algo había cambiado.
– Perdoname todo –me pidió en la puerta del bar, cuando ya amanecía, y me abrazó fuertemente, como nadie... Otra vez me quedé viendo cómo su cuerpo se empequeñecía, camino a la esquina.
Llegué a la pensión y no pude dormir. Tres horas más tarde decidí cumplir mi promesa y lo visité.  

LO QUE DIJO UNA MUJER SENTADA EN UN BANQUITO BLANCO MIENTRAS VEÍA PASAR INÚTILMENTE LAS HORAS Y QUIZÁS POR ESO HABLÓ TANTO QUE AHORA MISMO SIGUE Y SIGUE Y SIGUE

de Andrea Babini

-ba ocupado y por eso no me iba a poder atender hasta la tarde pero yo me apoltroné en el sillón a esperar que se hiciera la hora porque no iba a ser cuestión que por no molestar o por ser educada me fuera a casa sin novedades, porque había que estar en mis zapatos en ese momento y ver lo que sufría mamá cada vez que me veía entrar y me preguntaba con la voz hecha un hilito si me fue bien y entonces por no hacerle mal yo miraba el piso porque la verdad no le iba a decir, porque cuando pasó lo de Vito se armó un revuelo tremendo de la vergüenza y la bronca pero sobre todo de la vergüenza porque en esa época nadie hablaba de las drogas aunque se sabía que existían pero en ese entonces nadie iba a decir que había encontrado a tal o cual medio ido por alguna cosa que capaz se había metido en la sangre porque nomás decirlo era como dar a entender que uno sabía de qué se trataba y nadie quería quedar pegado en eso y ahora que miro para atrás lo único que puedo decir es que éramos unas estúpidas porque de la vergüenza y el esconder todo al final pasó que de eso no se hablaba y ninguno quiso ver lo que pasaba con Vito hasta que nos enteramos por las caras que ponía la gente que le habían encontrado sustancias y claro que fue peor el remedio que la enfermedad y entonces dónde nos íbamos a meter la vergüen- ahí llama, ¡por fin!, es de no creer esta obra social, cómo puede ser que en todo este rato solamente llaman a uno. Y es la del primer mostrador o escritorio, qué sé yo qué es eso si les sirve para esconderse nada más, toda esa mampara... tanto gasto pero es la misma porquería de siempre, ¿usted qué número tiene?
– 32.
– Ah... Yo tengo el 33... Perdone que le hablo, es para pasar el tiempo... quién sabe a qué hora nos vamos de acá... ¿no?
– Mhm...
– Como usted dice, a cualquier hora. Y para mí no se termina acá porque todavía tengo que ir a la farmacia de al lado y tengo que ir a ésa sí o sí porque ahí me hacen el 75 por ciento de descuento y eso es mucho para los remedios que llevo que valen 200 pesos y uno se pone a pensar de qué cosa los hacen a los remedios porque cómo puede ser que en este país rotoso cobren 200 pesos una caja de remedios y entonces no te queda otra y hay que ir a una farmacia donde hay que esperar una hora o dos para que un mocoso que no entiende la realidad te diga que el médico autorizante puso mal el código del medicamento ¡y entonces no te lo da!, y una viene toda indignada después de estar tanto tiempo en la farmacia al divino botón y vuelve con la cabeza que es un hervidero pensando en todo lo que le va a decir por haber puesto mal el número a ese médico de porquería que nomás por estar todo el día sentado en el sillón está cansado pero cuando llego y lo tengo frente a frente y a punto de cantarle las cuarenta pienso y me callo porque es mejor no decirle nada, a ver si encima me toma de punto y nunca más me hace bien las recetas, y ojo que no lo hago por cobarde que es lo que mamá me repite desde que tengo razón de ser qué desgraciada sino que quien sabe se violenta porque uno no sabe cómo reacciona la gente y quien sabe se violenta conmigo aunque soy una mujer o me marca en uno de esos libros con los que ellos andan todo el día y para siempre está mi nombre aunque este médico se jubile y todo. Yo no sé qué pasa que no llaman... La del 4 no trabaja. Directamente. Eso es lo que hay que pensar. Y la del 2 capaz que ni está ahí sentada, hasta capaz faltó porque en estos lugares faltan todo el tiempo y da igual, es increíble, con la cantidad de personas que no tienen trabajo pagarle un sueldo a alguien que no se presenta nunca, en la municipalidad es igual me decía la vez pasada un hombre que trabajó allí pero trabajaba en serio ¿eh? y me contaba que ahí es un viva la pepa y que los empleados no van, ¡no se presentan a trabajar! pero cobran todo el mes igual. Y acá debe ser igual y la del 2 debe estar muy relajada en su casa lo mismo que la del 4. Y la del 1 es la tonta. La que trabaja. La única porque en el 3 y en el 5 nunca hay nadie, ya le digo que a esta obra social mejor perderla que encontrarla, ¿usted qué número tiene? ah, 34 me dijo, ojo yo tengo el 33, no estoy mejor si es un numerito nada más, perdone que yo le hable pero pienso que si no nos acompañamos entre nosotros... porque ¿cómo puede ser que en todo el tiempo que llevamos acá sólo llamaron al 17 y al 18? Es una falta de respeto. Parecemos ganado. ¿Usted vio ese grupo de gente que se puso una máscara de vaca en el andén del tren para demostrar que los trataban como animales porque ellos aunque se suban en Once ya desde ahí van colgados de tan poco que salen los trenes? Es una barbaridad las cosas que pasan en este pa- ¡ahí llama!, la del 4, , por fin se puso a trabajar, me habrá oído sinvergüenza, bué, ahí tiene que pasar el 19... pero dale, ¡dale!, por qué vas tan despacio, si serás tara-, ¡metele! Pah... ahí se dignó... de no creer... Yo cuando me llamen voy corriendo y qué me importa si en el camino me estrolo con alguno que en todo caso no debería estar ahí en la mitad del paso como esos piqueteros que se tapan las caras porque vaya uno a saber en qué andan que no se quieren mostrar igual que los terroristas talibanes así que cuando me toque el turno yo disparo a ver si por no apurarme llaman a otro y después te dicen que el sistema llamó al siguiente y no puede ir para atrás y entonces tenés que sacar otro número y parece increíble pero es así y yo lo cuento y nadie me cree pero a mí me pasó y acá en esta obra social que es una porquería porque la verdad es que no puede ser que en más de una hora que estoy sentada apenas si pasaron tres aunque peor usted que todavía tiene qué esperar que me llamen a mí y ojo que cuando me atiendan yo voy a estar un buen rato con el empleado nomás para que aprenda a trabajar más rápido y después de que me haga el trámite le voy a preguntar de todo hasta por qué hay mosquitos en invierno, o qué se piensa después de hacerme perder toda la mañana, y no es justo que mamá me necesita y yo estoy acá perdiendo el tiempo porque eso es lo que estoy haciendo, es increíble pero es así, y todo para que el médico me autorice la receta para la farmacia de al lado porque ahí me hacen el 75 por ciento y es mucha plata en remedios de 200 pesos... Yo no puedo entender por qué en el escritorio 3 nunca hay nadie. Igual el 5. A la tarde nos vamos a ir de acá. A la tar-. Al final tendría que hacer la denuncia. -Jarme de joder. Qué bah este país roto- Ahora que se habla tanto de los, de los... que no vienen a trabajar pero cobran el sueldo entero... Bah, pero dígame usted si vale la pena porque a mí ya me pasó otra vez que quise escribir en el libro de quejas pero solamente por eso me pedían nombre y apellido y DNI y así claro que no lo hice porque no me voy a identificar para estos tránsfugas que igualmente no van a solucionar nada pero se guardan mis datos para después querer venderme cosas o para algo peor como pasa cada tanto en este país que alguien quiere reclamar por algo y después lo paga muy caro. Qué decepción. Es una barbaridad... Uno aprende que mejor es quedarse callado porque si uno reclama es como que trae ideas medio... y vaya a saber qué martes 13 se te viene encima. Hay que preservarse en este país. Esa es la verdad. Yo la otra vez vi que le metían la mano en la cartera a una chica en el colectivo y no dije nada porque se sabe que el ladrón es capaz de matar por la pura bronca de no poder robar. Y total... si no le robaban hoy le roban mañana. Así están las cosas acá. Qué barbari- ¡ay, el médico!, ¿ése no es el médico autorizante?, ay, si se va el médico autorizante yo qué hago, dios, no quiero ni pensarlo, ¡me vuelvo loca!, ¡me da un ataque!, no es justo pasarme toda la mañana sentada para na- ¡me ato al mostrador!, ¡eso! Como hizo una vez un hombre que estaba desesperado, de ses pe ra do. Pero así y todo no lo atendieron... ¡Lo agarro entonces!, ¡le grito de todo en la cara! ¡médico de cuarta!, ¡desgraciado mal hijo!, ¡ojalá te pise un tren y para qué juraste por Hipólito mala persona miserable maldito estú-! Señor, disculpe, ¿usted es el médico autorizante?
– Era. Ya me voy. Mañana de 10 a 12 vuelvo a ser.
– ¿Y no me puede hacer la receta antes?
– No señora, mire la hora que es, tardísimo para mí. Vuelva mañana, pero temprano, ¿eh?, no se me quede dormida que después son las 12 y cuarto y me pone esa cara de pobrecita que me deja un sinsabor que
¿No le digo? Se va el desgraciado, ¡qué desgraciado! y encima me dice que maña-, ¡no lo puedo creer!, ¡es una barbaridad!, dios mío... me da un soponcio... me duele... me duele... el cora-...
Bah, igual ya se fue. Y qué le importa además. No hay solidaridad en este país: ése es el problema de fondo. Ya me pasó a mí que quise ver a un abogado de esos que te pone el Estado cuando fue el tema de Vito que mamá andaba arrastrándose por la casa como una condenada y yo esperando y esperando en esos tribunales inmundos que aunque son inmundos tienen unos sillones que igual si uno los mira de cerca capaz se queda pegado y cuando habían pasado qué sé yo cuántas horas sale el abogadito ése que era recién recibido se notaba por la pinta y esa forma de hablar como dándose más importancia de la que tenía y me dice como si hubieran pasado cinco minutos y sin pensar que yo la tenía a mamá dale que dale hinchándome como hizo siempre que vuelva después para que me atendiera porque esta-

PINTOR CON MIRIÑAQUE de Alejandro Scalise

Tensa su piel estriada pero deja caer sobre el rostro un hirsuto cabello que aún cubre sus ojos. Un pájaro grita y asusta mis dedos; dejo mi lápiz y observo una punta afilada que esconde su mano derecha. (Noto, él talla la piedra como yo pinto el lienzo).
Nada hay que nos impida mirarnos de cerca y dejar que se escriba su extraño color. Yo sé que él entiende mi arte sincera como yo comprendo su miedo a este mundo. Tomo mi espejo y delineo los últimos rasgos del silencioso amigo. Cuando comienza a moverse, como si quisiera acercarse a la tela y ver mi trabajo. Siento su olor de repente, le muestro su cuerpo y veo que entonces, tal vez, no comprenda. Sus ojos de pelo se cierran y exclama (esperé escuchar la voz de la figura). Pero no pronuncia ninguna palabra, sólo un espasmo como si riera un tronco con dientes de piedra. Ensangrentada en su mano turbia estruja la punta.
No puedo moverme, no puedo rogarle, confío en mirarlo y que no adivine mi profundo horror. Sin embargo, cuando me vi morir por un tajo feroz en la cabeza, se cruzó por mi mirada gris la piedra chorreada de sangre negra con la que desgarró mi pintura añil y mi caballete de pino. Ya a su merced imploré piedad y por segunda vez abrió sus ojos de caballo, me mostró que sólo con su nariz podría haber aspirado mi voz gangosa y ridícula del monte. Se marchó como se marcha al fin la daga del dolor de un peso muerto. Y quedé mirando los retazos de mi ropa de pintor manchados con esa sangre oscura. De rodillas agradecí a Dios y prometí jamás volver a intentar conjugar con mis dedos de alfeñique ese color que ardía en sus manos. Y si hoy escribo esta relación lo hago infausto y desangrado, ya que no me deja dormir el eco de ese grito vegetal que ahora viene a secuestrar mis adjetivos, nombres y verbos prelados. Al filo del alba juro saber callar, saber callar.-

ESCRIBIR LA LECTURA

(fragmento y adaptación de “Escribir la lectura” en El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura de Roland Barthes. España, Ediciones Paidós, 1987)

¿Nunca les ha sucedido, leyendo un libro, que se han ido parando continuamente a lo largo de la lectura, y no por desinterés, sino al contrario, a causa de una gran afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no les ha pasado nunca eso de leer levantando la cabeza?
Es sobre esa lectura, irrespetuosa, porque interrumpe el texto, y a la vez prendada de él, al que retorna para nutrirse, sobre lo que intento escribir. Para escribir esa lectura, para que mi lectura se convierta, a su vez, en objeto de una nueva lectura, me ha sido necesario, evidentemente, sistematizar todos esos momentos en que uno “levanta la cabeza”. En otras palabras, interrogar a mi propia lectura ha sido una manera de intentar captar la forma de todas las lecturas (la forma: el único territorio de la ciencia), o, más aún, de reclamar una teoría de la lectura.
Ese texto, que convendría denominar con una sola palabra: un texto-lectura, es poco conocido porque desde hace siglos nos hemos estado interesando desmesuradamente por el autor y nada en absoluto por el lector; la mayor parte de las teorías críticas tratan de explicar por qué el escritor ha escrito su obra, cuáles han sido sus pulsiones, sus constricciones, sus límites. Este exorbitante privilegio concedido al punto de partida de la obra (persona o Historia), esta censura ejercida sobre el punto al que va a parar y donde se dispersa (la lectura), determinan una economía muy particular (aunque anticuada ya): el autor está considerado como eterno propietario de su obra, y nosotros, los lectores, como simples usufructuadores: esta economía implica evidentemente un tema de autoridad: el autor, según se piensa, tiene derechos sobre el lector, lo obliga a captar un determinado sentido de la obra, y este sentido, naturalmente, es el bueno, el verdadero: de ahí procede una moral crítica del recto sentido (y de su correspondiente pecado, el “contrasentido”): lo que se trata de establecer es siempre lo que el autor ha querido decir, y en ningún caso lo que el lector entiende.
A pesar de que algunos autores nos han advertido por sí mismos de que podemos leer su texto a nuestro modo y de que en definitiva se desinteresan de nuestra opción, todavía nos apercibimos con dificultad de hasta qué punto la lógica de la lectura es diferente de las reglas de la composición. Estas últimas, heredadas de la retórica, siempre pasan por la referencia a un modelo deductivo, es decir, racional: como en el silogismo, se trata de forzar al lector a un sentido o a una conclusión: la composición canaliza; por el contrario, la lectura (ese texto que escribimos en nuestro propio interior cuando leemos) dispersa, disemina. Con la lógica de la razón (que hace legible la historia) se entremezcla una lógica del símbolo. Esta lógica no es deductiva, sino asociativa: asocia al texto material (a cada una de sus frases) otras ideas, otras imágenes, otras significaciones. “El texto, el texto solo”, nos dicen, pero el texto solo es algo que no existe: en esa novela, en ese relato, en ese poema que estoy leyendo  hay, de manera inmediata, un suplemento de sentido del que ni el diccionario ni la gramática pueden dar cuenta.
Quiero decir que toda lectura deriva de formas transindividuales: las asociaciones nunca son, por más que uno se empeñe, anárquicas; siempre proceden (entresacadas y luego insertadas) de determinados códigos, determinadas lenguas, determinadas listas de estereotipos. La más subjetiva de las lecturas que podamos imaginar nunca es otra cosa sino un juego realizado a partir de ciertas reglas. ¿Y de dónde proceden esas reglas? No del autor, por cierto, que lo único que hace es aplicarlas a su manera; esas reglas proceden de una lógica milenaria de la narración, de una forma simbólica que nos constituye antes aún de nuestro nacimiento, en una palabra, de ese inmenso espacio cultural del que nuestra persona (lector o autor) no es más que un episodio. Abrir el texto, exponer el sistema de su lectura, no solamente es pedir que se lo interprete libremente y mostrar que es posible; antes que nada, y de manera mucho más radical, es conducir al reconocimiento de que no hay una verdad objetiva o subjetiva de la lectura, sino tan sólo una verdad lúdica; y además, en este caso, el juego no debe considerarse como distracción, sino como trabajo. Leer es hacer trabajar a nuestro cuerpo siguiendo la llamada de los signos del texto, de todos esos lenguajes que lo atraviesan y que forman una especie de irisada profundidad en cada frase.
Al leer imprimimos también una determinada postura al texto, y es por eso por lo que está vivo.

¿QUÉ ES LA LITERATURA?

(fragmento y adaptación de “Introducción: ¿Qué es la literatura?” en Una introducción a la teoría literaria de Terry Eagleton. México, Fondo de Cultura Económica, 2004) 

Podría definírsela como obra de “imaginación”, en el sentido de ficción, de escribir algo que no es literalmente real. Pero comúnmente se incluye bajo el nombre de literatura a los ensayos, autobiografías, cartas, ensayos filosóficos y otros textos, por lo que distinguir entre “hecho” y “ficción” resulta un tanto dudoso. Mientras autobiografías y cartas se han incluido bajo el nombre de literatura, otros textos de carácter novelístico como las historietas de Superman fueron excluidos. Además, si se considera que los textos “creadores” o “de imaginación” son literatura, ¿quiere decir que la historia, la filosofía y las ciencias naturales carecen de carácter creativo y de imaginación?
Quizás haga falta un enfoque diferente: definir la literatura no en relación a su carácter novelístico o “imaginario” sino en relación al uso que hace de la lengua. De acuerdo con esta teoría, la del formalismo ruso (un polémico grupo de críticos surgido en Rusia antes de la revolución de 1917 que enfocó la atención en la realidad material del lenguaje), la literatura consiste en una forma de escribir en la cual “se violenta organizadamente el lenguaje común”. Es decir, la literatura transforma, deforma el lenguaje ordinario, se aleja de la forma en que se habla en la vida diaria. Si en una parada de colectivo alguien me murmura al oído “sos la virgen impoluta del silencio”, sé que me hallo en presencia de lo literario. El lenguaje se vuelve “extraño” y por eso también el mundo cotidiano se convierte en algo extraño, desfamiliarizante. Para los formalistas la literatura consiste en una organización especial del lenguaje, con leyes propias, estructuras y recursos (imágenes, ritmo, métrica, rima, técnicas narrativas, etcétera). No es ni vehículo ideológico ni reflejo de la realidad social, sino un hecho material cuyo funcionamiento puede analizarse como se examina el de una máquina. La obra literaria está hecha de palabras, no de objetos o de sentimientos, y es un error considerarla como expresión de criterio de un autor. Los formalistas hicieron a un lado el análisis del “contenido” (ya que se podía caer en lo psicológico o sociológico) y se concentraron en el estudio de la “forma”. No negaron que el arte se relaciona con la realidad social pero sostuvieron que esta relación no le concierne al crítico.
Los formalistas, en suma, vieron el lenguaje literario como un conjunto de desviaciones de una norma: la literatura es una clase “especial” de lenguaje que contrasta con el lenguaje “ordinario” que generalmente empleamos. El reconocer la desviación presupone que se puede identificar la norma de la cual se apartan, pero es una ilusión creer que existe un solo lenguaje “normal”. Cualquier lenguaje real y verdadero consiste en gamas muy complejas del discurso, diferentes según la clase social, la región, el sexo, etcétera, factores que no pueden unificarse cómodamente. Las normas y las desviaciones cambian al cambiar el contexto histórico o social; en este sentido, lo “poético” depende del punto donde uno se encuentre en un momento determinado. Los formalistas se dieron cuenta de esto; para ellos lo literario no es una propiedad inmutable. La esencia de lo literario, en esta teoría, es el uso “extraño” del lenguaje; pero con suficiente ingenio cualquier texto es raro o extraño. Por ejemplo, un cartel que dice “hay que llevar en brazos a los perros por la escalera mecánica”, ¿quiere decir que hay que abrazar al perro al usar la escalera o que, para usarla, debo buscar a cualquier perro y alzarlo?
Podríamos decir que la literatura es un discurso “no pragmático”. Al contrario de los manuales de biología o los mensajes que se dejan para alguien, la literatura carece de un fin práctico inmediato, y debe referirse a una situación de carácter general. Cuando un poeta nos dice que su amor es cual rosa encarnada, sabemos que no tenemos que preguntarnos si realmente estuvo enamorado de alguien que, por extrañas razones, le pareció que tenía semejanza con una rosa. Pero entonces no se puede definir la literatura “objetivamente”. Se deja la definición de literatura a la forma en que alguien decide leer, no a la naturaleza de lo escrito. Hay ciertos tipos de textos -poemas, obras dramáticas, novelas- que obviamente no se concibieron con “fines pragmáticos”, pero eso no garantiza que se lean adoptando ese punto de vista. Es verdad que muchas de las obras que se estudian como literatura en las instituciones académicas fueron “construidas” para ser leídas como literatura, pero también es verdad que muchas no fueron “construidas” así. Un escrito puede comenzar a vivir como historia o filosofía y, posteriormente, ser clasificado como literatura. Y viceversa. Algunos textos nacen literarios; a otros se les impone el carácter literario. Quizás lo que importe no sea de dónde vino sino cómo lo trata la gente. Si la gente decide que tal o cual texto es literatura parecería que de hecho lo es, independientemente de lo que se haya intentado al concebirlo. Entonces puede considerarse la literatura no como un conjunto de cualidades  propias, sino como las diferentes formas en que la gente se relaciona con lo escrito. No es fácil separar, de todo lo que se ha denominado literatura, un conjunto fijo de características intrínsecas. No hay nada que constituya la “esencia” misma de la literatura. El término “literatura” se refiere al papel que desempeña un texto en un contexto social, a lo que lo relaciona con su entorno y a lo que lo diferencia de él, a su comportamiento, a los fines a los que se le puede destinar y a las actividades humanas que lo rodean. En este sentido, “literatura” constituye un tipo de definición hueca, puramente formal.
La gente denomina literatura a los escritos que le parecen “buenos”. A esto se le puede objetar que si fuera enteramente cierto no habría nada que pudiera llamarse “mala literatura”. Los juicios de valor tienen mucho que ver con lo que se juzga como literatura y con lo que se juzga que no lo es. Pero la idea de que la literatura es una forma de escritura altamente estimada encierra una consecuencia un tanto devastadora: que podemos abandonar de una vez por todas la ilusión de que la categoría “literatura” es objetiva, en el sentido de ser algo inmutable, dado para toda la eternidad. Cualquier cosa puede ser literatura y cualquier cosa puede dejar de serlo. Los juicios de valor son notoriamente variables: por eso se deduce de la definición de literatura como forma de escribir altamente apreciada que no es una entidad estable. No hay ni obras ni tradiciones literarias valederas, por sí mismas, independientemente de lo que sobre ellas se haya dicho o se vaya a decir. “Valor” es un término transitorio; significa lo que algunas personas aprecian en circunstancias específicas, basándose en determinados criterios y a la luz de fines preestablecidos. La estructura de valores (oculta en gran parte) que da forma a la enunciación de un hecho constituye parte de la ideología (la palabra “ideología” entendida como las formas en que lo que decimos y creemos se conecta con las relaciones de poder en la sociedad en que vivimos). Los juicios de valor son históricamente variables y se relacionan estrechamente con las ideologías sociales. No se refieren exclusivamente al gusto personal sino también a lo que dan por hecho ciertos grupos sociales y mediante lo cual tienen poder sobre otros y lo conservan.