LAS PALABRAS, de Haydeé Basso

El paraguas era bueno, tenía que ser bueno, lo necesitaba porque llovía a cántaros: una de esas lluvias de cambio de estación como si te dijera de Santa Rosa pero en pleno enero. Me habían dicho que los paraguas de hombre eran más fuertes, más aguantadores, más duraderos... No che, no es feminista la cosa: qué te digo, que se hizo bolsa en cuanto terminó el aguacero. Qué palabra, fíjate, aguacero. Últimamente casi todas las palabras me parecen extrañas, aguacero es una de ellas, un poco pasada de moda, como batifondo. Mi abuela, de chicos, nos retaba: ¡No hagan batifondo! Pero sin embargo algo más embarazoso que todavía no sé decirte recubre otras palabras como cigarrillo, cartera o familia.

ESE BRILLO EN EL AIRE..., de Fabián Berenstein

"Soy el que soy"
                                                                                                                                          
Lito había llegado sin darse cuenta a la Costanera. La última imagen de esa caminata que guardaba en su retina, como una fotografía, era la del Monumento a los Españoles, es decir que había caminado alrededor de un kilómetro y medio sin ver nada, en piloto automático, como le gustaba graficar.
Acababa de subir a la vereda que daba al río y, distraído, no se preocupaba por el peligro que inconscientemente había corrido al cruzar todas esas avenidas de tránsito ultrarrápido y pesado como la misma Costanera.
A paso lento ingresó, porque sí, en la escollera del Club de Pesca.
Con el mismo estado mental llegó a la sede del club. Se estacionó en la barra del pequeño bar y pidió un cortado que bebió de un sorbo. Pagó y salió hacia el extremo terminal del muelle.
A un costado, la lejana usina y los escasos barcos en la dársena comenzaban a encender sus luces, a pesar de que todavía brillaba el sol, ya algo recostado sobre el oeste.
Lito sintió con placer el aroma del río; a esa altura de la escollera había quedado muy atrás el olor de la resaca pudriéndose sobre la playita asquerosa de la orilla. 
Observando la superficie suavemente ondulada sintió una vez más la sensación habitual, atracción irresistible, rechazo angustiante que experimentaba siempre en presencia de grandes masas de agua.    
Mirando hacia el frente Lito se mintió que gracias a su excelente vista podía divisar la costa plana del Uruguay.
En esa exacta dirección, su mirada captó la figura del único otro morador del espigón. De frente al río, sentado en una sillita plegable, leía concentrado un diario doblado sobre las rodillas. Con la caña al lado, firmemente afirmada en su soporte y el sedal que por momentos destellaba al sol tensamente sumergida a unos cincuenta metros, aquel hombre tenía algo reconocible.
A medida que Lito se le acercaba despacio, la figura se le hacía más familiar. 
En el aire se había instalado algo extraño. Con la sensibilidad a flor de piel, como la tenía, Lito se dio cuenta de que se trataba de un brillo, muy leve pero no habitual. Era una reverberación que el sol prestaba a las cosas, que adoptaban un movimiento suavemente ondulatorio, como el del río.
Miró a su alrededor. Se dio cuenta de que todo estaba impregnado con aquella extrañeza. El piso de tablas era y no era el mismo; a lo lejos la usina era y no era la usina de siempre; sus manos eran y no eran sus manos.
En ese instante, llegó al final del muelle y casi a tocar al desconocido.
Como si lo hubiera estado esperando plegó el diario, lo guardó en la canasta que estaba a su lado y se incorporó, dándose vuelta.
No se puede pretender que Lito no se sorprendiera pero tampoco se sobresaltó. De alguna manera es como si hubiera estado esperando aquella visión de sí mismo. Se trataba de una imagen especular de él, sólo que como todo lo demás era y no era el mismo Lito. Aquel brillo ondulante le daba un aspecto fantasmal que confirmó cuando caminó, mejor dicho, se deslizó hacia él y al cerrar Lito los ojos esperando el choque con su otro yo éste pasó a su través. Lito se dio vuelta y vio al otro mirándolo con unas sonrisa burlona.
–¿Quién…sos?
El otro se rió levemente.
–Vos ya lo sabés. Yo…soy vos y vos…sos yo. Te preguntás qué tenemos de distinto, vos y yo, ¿verdad?
Su voz era como su imagen, suave y espectral.
Lito aceptó como natural que aquel hombre o figura hablara como él y supiera todo lo que él pensaba, al mismo tiempo en que lo hacía, o casi al mismo tiempo.        
La respuesta se la dio su otro yo.
–La única diferencia entre nosotros es la dimensión en que cada uno está.
La mirada de estupefacción de Lito fue épica. El otro se lo demostró con su carcajada. 

Nada le llamaba ya la atención, ni darse cuenta de que no había más caña, ni canasta de pescador, ni sombrerito para el sol. Habían desaparecido todos los elementos que los diferenciaban. Los dos eran ahora exactamente iguales. Caminando lado a lado lo único fuera de lo común era el raro brillo coloreado que seguía agitando suavemente el aire.

 –¿Cuántas dimensiones hay?, ¿sabés?
–¡Quién no lo sabe! ¡Hay tres: longitud, altura, espesor! –respondió Lito, presintiendo que esa no era la respuesta correcta.
–¡Ahá! ¿Y no se te ocurre que además del espacio el tiempo es una dimensión? ¿Y también lo es la combinación del espacio con el tiempo? ¿Y no lo son acaso las combinaciones parciales de las distintas dimensiones del espacio entre sí y con el tiempo?
Lito se estaba sintiendo apabullado.
Débilmente opuso: –… Pero vos sos como un fantasma. Hasta pasaste a través mío.
–¡Sí, pero sólo en tu dimensión! En la dimensión en que yo estoy vos pasaste a través mío; a pesar de eso no digo que seas un fantasma…
Lito trataba de resistir.
–Si lo que decís fuera cierto ¿por qué nunca nos habíamos encontrado?
Por primera vez el otro Lito mostró desaliento.
–No lo sé. No sé todo.
Lito recobró fuerza: –Además, si somos el mismo ¿por qué vos sabés lo que sabés y yo no?
–Me lo explicó nuestro otro yo.
–¡¿Otro más?! –Lito respingó.
El otro pareció recuperar su humor.
–Gracias por hacerme reír, me había deprimido un poco. Yendo a tu pregunta, ¿acaso no habíamos dicho que había muchas, tal vez infinitas dimensiones? Pues en una oportunidad yo me encontré conmigo en una dimensión superior en conocimiento a la mía y me expliqué todo esto que ahora te estoy explicando a vos. Pero ese otro yo tampoco sabía todo.
Hay que saber reconocer los límites y aceptarlos cuando no se puede hacer más. Harías mejor en aceptarlo cuanto antes, como hice yo hace tiempo y porque la existencia de uno en varias dimensiones es lo real.
–¿Cuándo fue ese encuentro? ¿Por qué yo no estuve presente? –Lito estaba un poco celoso.
Lentamente habían salido del Club de Pesca y se encontraban caminando por la Costanera, en dirección del Aeroparque.
–No sé. Eso ocurrió hace un año y medio.
Lito quedó pensativo. Hacía un año y medio había sido operado. En esa oportunidad un sueño lo había impresionado mucho. Recordaba perfectamente que caminaba por un sendero donde todo, paredes, techo, piso, eran espejos, por lo que su imagen se reproducía al infinito donde fuera que mirara.
Contó su sueño.
–¡Eso es! Ese fue el momento del encuentro en la otra dimensión –observó el otro yo. Pensativo, agregó: –Lo único que me preocupa es si el desdoblamiento o la coexistencia de un cuerpo, este que tengo, en varias dimensiones, se da exactamente en el mismo tiempo y lugar o admite una diferencia en el tiempo y el espacio. No quiero preocuparte pero a mí, perdón, a mí en esta dimensión, esa inquietud me vuelve loco.      
Estaban entrando en la rotonda frente al Aeroparque. Curiosamente no se escuchaba el rugido de los motores de los aviones. En realidad tampoco se escuchaba ningún sonido, ni el rumor de la multitud de pasajeros, ni el del tráfico que entraba y salía de la estación aérea, ni el que circulaba por la avenida. Recién entonces Lito recordó que no había sentido ningún sonido desde que viera a su otro yo en el Club de Pesca. Sin que hubiera necesitado preguntarlo en voz alta, este comentó que eso coincidía con la reverberación del aire.
–Creo que la extrañeza del aire, este brillo y esta ondulación en que nos encontramos es la condición para la percepción de nuestro desdoblamiento. Lito ya lo había sospechado.
–Y ahora, ¿adónde vamos? –recuperó el aliento.
–A sentarnos un rato allá. Estoy cansado –respondió escuetamente el otro– ¡Bueno, bueno! ¡Esto sí que no me lo esperaba!
Lito miró en esa dirección y se detuvo.
Frente a ellos, es decir frente a él, sentados en uno de los bancos de plaza que allí había, cuatro Litos superpuestos lo miraban con expresión melancólica. De inmediato se dio cuenta de que era la que él mismo tenía, producto del pedido de divorcio que su esposa le había hecho, después de diez años de matrimonio y el adulterio desde quién sabe cuándo con su mejor amigo, descubierto hacía unas semanas. 
–¡Hasta cuándo, Señor! –Lito suspiró profundamente y se encaminó al banco.

EL APRENDIZ, de Luis Del Pópolo

Luciana solía leer historias muy interesantes pero que, extrañamente, no llevaban título. Y ella se los inventaba. También llegaban a sus manos hermosas frases, seguidas de hojas en blanco que ella se encargaba de completar. En otras oportunidades se encontraba con gatos sin bigotes, espejos sin reflejos, caricias sin amor, panes sin manteca y muchas cosas más. A todos les conseguía lo que les faltaba.
Hasta que se encontró con un niño sin alas. Era, sin dudas, su caso más difícil. Le explicó que las alas las tenía, solo que no lo sabía. Con cariñosa paciencia lo llevó por los caminos de la imaginación, esos que alguna vez ella misma había recorrido. Y entonces, después de algunas semanas, Ramiro –que así se llamaba el chico-  aprendió a volar. Como todos los niños.

LA BÚSQUEDA DEL TESORO de Marta Torres

Era una semana del mes de noviembre, no me acuerdo de qué año… Década del ochenta, no sé si ochenta y tres u ochenta y cuatro. Ya habían ido los alumnos varones y esa semana les correspondía a las mujeres. Iban cuarenta, diez por cada división, y se elegía a los mejores promedios. A cargo de ellas, se designaron tres profesoras y dos preceptoras. No sé cuál fue la razón ni el porqué: me preguntaron si yo quería completar el “cuarteto” con las profesoras. Esa oportunidad no la podía perder. Se lo comuniqué a mi familia y allá en un micro y en casi veinticuatro horas llegamos a ese lugar paradisíaco del sur argentino. Montañas, verdes bosques, el lago azul Nahuel Huapi, unas cabañas muy cómodas y pintorescas rodeadas de un parque fantástico y unos juegos de plaza pintados de brillantes colores.
El recuerdo que tengo de esos días es de los mejores pues no hubo nunca un problema; al contrario, formamos entre todas un grupo de cuarenta y seis personas que nos divertíamos, hacíamos excursiones y caminatas, y por la noche fogatas a la orilla del lago ya que algunas habían llevado guitarras. Se cantaba hasta que alguna de las profesoras, mirando la hora, decía: –Bueno chicas, a dormir pues mañana después del desayuno nos viene a buscar el micro para ir… – y ahí todas enfilábamos hacia nuestros dormitorios.
Además de estas actividades, si el día era desapacible jugábamos (ahí sí se formaban  distintos grupos) algunos a las cartas, otros al Teg (que en ese momento estaba de moda) y los restantes con los juegos que había en el parque (toboganes, subibajas y hamacas).
Esa tarde a alguien se le ocurrió jugar a la búsqueda del tesoro. La idea nos encantó. Se formaron parejas y a mí en el sorteo me tocó estar con una de las profesoras. Lo más divertido del caso era que con Leonor (así se llama o llamaba), de aspecto muy serio en apariencia pero muy divertida y peor que yo en lo distraída, hacíamos un dúo “casi perfecto”; el monumento al despiste. Empezamos la búsqueda por el parque. Debajo de una mata de flores encontramos un papelito que decía que siguiendo el camino al lago íbamos a tener una nueva indicación. Casi corriendo nos fuimos directo a ese sendero que no era un camino recto sino una bajada estrecha y un poco escarpada. Ahí, prendido a un árbol, estaba el segundo papelito que decía más o menos así: “Balanceando, balanceando encontrarás lo que buscás”.  Las dos chochas pensamos lo mismo: como dos tontas nos empezamos a mover para adelante y para atrás. En eso estábamos cuando vinieron dos chicas y nos preguntaron qué hacíamos. Les mostramos el papel y para qué… Se murieron de risa y nos dijeron:
– Por favor, no hagan más gimnasia porque así no lo van a encontrar, pero sí puede estar en las hamacas.
Nos echamos a reír mientras ellas con ese dato corrieron y por supuesto encontraron el tesoro.
Las dos que ganaron ni cortas ni perezosas, les contaron a las demás el encuentro con nosotras que, cuando llegamos, todavía muertas de risa, fuimos objeto de bromas y cargadas que duraron casi hasta que volvimos a Buenos Aires. 

OTRO "EL OTRO" de Claudio MIzrahi

– Estoy muy asustado.
– ¿Por…?
– Mis sueños. Ya no sé si son míos o ajenos.
– ¿Querés explayarte?
– Es difícil de explicar. Empiezo a soñar algo como protagonista, como sueña cualquier persona normal. Pero enseguida es otro al que le pasan las cosas y yo un personaje secundario. Por ejemplo, sin ir más lejos, anoche soñé que alguien pensaba acerca de mí: “A este le quedan por lo menos quince años de terapia, con mucha suerte y viento a favor.” No sé si me entiende…
– Entiendo. Lamentablemente terminó su tiempo. Seguimos la semana que viene.

LOS VIERNES SABEN MENTIR

de Andrea Babini


Un paso, otro. Un paso, otro. Un paso, otro. El sol ilumina la avenida. Los autos pasan sin saber de mí. Un paso. Otro. Un paso. Otro. Dos mujeres comentan chismes. Un chico me atraviesa conectado a su celular. Un paso. Otro. Mensajes de texto. Se oye música. Un paso. Otro. Un paso. Otro. Temperatura agradable. Hasta podría verse un pájaro surcando el cielo. Pero no.
Un paso. Otro. Semáforo. Hombrecito rojo: frenar. Espero. Espero. Espero. Hombrecito verde: seguir. Alguien compra cigarrillos. Busco uno. Enciendo. Pito. Un paso. Otro. Un paso. Otro. Un paso. Local de ropa: pantalones en oferta. No me detengo. Un paso. Kiosco. Paro. Pido chocolates y una bolsa. No hay bolsa. Pago los chocolates que se me caen de las manos. Ojos tristes me piden para un pancho. Le doy y lo olvido. Más gente se agolpa cerca del Congreso. Casi tropiezo con una mujer –como yo– apurada –como yo–. Un paso. Otro. Un paso. Otro. Un paso. Otro. Titulares a la vista: Emergencia. Recesión. Hombre sentado en un umbral se rasca la pierna izquierda. Una mujer gorda de envidia difama a su sobrina. Plaza de juegos a mi espalda: me alejo y se achica, me alejo y se achica. Calle bañada en negro. Otros que pasan. ¿Adónde van? Pienso y camino. Camino y pienso: nadie sabe de mí. Un paso. Otro. Un paso. Colectivo frena. Algunos suben. Pedirán 1.10, 1.25, 1.75 incluso. Ya es violeta el cielo sobre mí. Pizzería que vende tartas. Amaino el paso. Estoy llegando. Alguien mastica fugazzeta, nadie se mira a los ojos. Lo encuentro al fin, sentado en la barra como si fuera transparente. Apunto hacia él. 

AMSATNAF de Edgardo Trabada



A veces piso las hojas secas y crujen. A veces no. El cuerpo se vuelve leve y me remarca lo que no soy, aunque aquí no hay hojas y los árboles parecen huesos secos y prehistóricos.
No sé asustar, no me sale. Al contrario, a veces las sombras de los pájaros me espantan y las miro deslizarse por la tierra salitrosa hasta que están lejos. El problema es el aburrimiento que llega como una tormenta de polvo. Aprendí a hablar al revés y a caminar descalzo: ¿yotse ocol? On. Es el aburrimiento.
No hay un hilo de plata que nos sujeta, ni luces al final del camino y ni siquiera camino. Ni vagamos por Berlín escuchando voces e imponiendo manos. Nada es como en las películas o en los libros. En el tiempo libre intenté escribir una novela, mi propia búsqueda del tiempo perdido. Arbos opmeit. Probé con una birome, con un lápiz, con una tiza en una pared. No puedo dejar mensaje.
Primero rondé a mi mujer, a mis padres. Me partía el alma (es solo una forma de decir). Fui los miércoles a ver cómo mis amigos juegan a la pelota. Los escuché hablar de mí. Em ésnac, me dediqué a vagar. Recorrí toda la ciudad. Pensé un viaje desde Ushuaia hasta Alaska.
Un día tomé la ruta 5. De noche me ovillaba como un perro en algún lugar seguro, no porque necesitara dormir, por costumbre. Cuando llegué a Bragado recordé a mi amigo el Cali. Me contaba del auto patinando en el barro. El asfalto me desilusionó… Siguieron Carlos Casares, Pehuajó, Trenque Lauquen. Me gustaron estos pueblos planos donde no pasa nada y donde se sabe todo. Caminé al azar tras algún vecino. Penetré en casas con frentes bien pintados, baños azulejados y teles siempre prendidas.
Tomé la ruta 33. Lo primero que vi de Epecuén fue la palabra MATADERO en un edificio en ruinas. OREDATAM y los árboles de pie con las raíces a la vista, blancos del salitre, como mis manos.

Camino descalzo por el agua entre las casas abandonadas. A veces mis pisadas no hacen ondas. Se llevaron puertas y ventanas, todo lo trasladable. A la iglesia se le cayó el techo.
Acá me quedo, quizás encuentre compañía. 


RAÍCES Y ALAS de Mónica Debuchy

Raíz. Brote. Tallo. Planta. Frutos. Comida. Sequía. Pérdida. Escasez. Hambre. Pobreza. Emigrar-Viaje. Otras tierras. América. Otro país. Argentina. Mudanza. Matrimonio. Recién casados. Baúles. Instrumentos de labranzas. Adiós. Lágrimas. Puerto de Génova. Barco. Tercera clase. Mar. Mareo. Pasajeros: polacos, españoles, rusos. Desembarco. Buenos Aires. Gran ciudad. Argentina: crisol de razas. Retiro. Tren. Rafaela. Colonia agrícola. Maíz. Trigo. La Argentina cerealera. Embarazo. Hijo argentino. Vacas lecheras. Tambo: leche, queso, manteca. Dinero en el banco. Segundo embarazo: niña. El granero del mundo. Bonanza. Echaron raíces. Gobierno popular. Perón. Salario del peón rural. Evita. El cáncer. “Viva el cáncer”. Muerte. Revolución Libertadora. Otros gobiernos. “Ni vencedores ni vencidos”. “Hay que pasar el invierno”. “Las urnas están bien guardadas”. “Llevo en mis oídos la más maravillosa música”. “Este viejo adversario despide a un amigo”. “No me atosiguéis”. Golpe de Estado. Dictadura. Desaparecidos.
“Los desaparecidos son eso, desaparecidos; no están ni vivos ni muertos; están desaparecidos”. 30.000. ¡Horror!
Las Madres. Pañuelos blancos. La Plaza de Mayo. Ronda de los jueves. “Hemos recuperado las islas australes”. “Que se venga el principito”. “Queremos la paz”. “Con la democracia se come, se cura, se educa”. Democracia otra vez. Sueño cumplido: hijo médico, hija ingeniera. Tres nietos. Saqueos. Entrega del mando. “Síganme, no los voy a defraudar”. Corrupción. Droga. Neoliberalismo. “Dicen que soy aburrido”. El ministro de economía. Corralito. Cacerolazos. “El que depositó dólares, recibirá dólares”. Fábricas cerradas. Desempleo. Hijo remisero. Hija con un kiosco. Nietos desesperanzados. Pasaportes. Son jóvenes. Nuevos horizontes. Otra tierra. Europa. Otro país. Italia. Aeropuerto de Ezeiza. Padres llorosos. Abuelos ancianos. Despedida. Aeropuerto de Fiumicino. Tren rápido a Génova.
La tierra de sus abuelos, sus raíces. Cincuenta años entre un viaje y otro.

LA FRANCESA de Silvia Zunino

Elisa llegó tarde. Como  de costumbre dio mil vueltas para retrasar la visita a casa de su abuela quien cada 14 de julio cumplía sus años. A esa altura ya habría apagado las velitas así que, según sus cálculos, el encuentro iba a ser más corto y su huida más rápida. No soportaba que la obligaran a cumplir con esa rutina hipócrita donde ninguno de los asistentes tenía ganas de estar. Aunque la pobre vieja lo sabía de sobra se esforzaba por recibirlos con toda la pompa y con lo que le quedaba del juego de porcelana. Elisa detestaba que la familia se sacara la fecha de encima ensobrando unos pocos pesos que ni siquiera cubrían los gastos del festejo. Sabía muy bien con qué poco se arreglaba el resto del año porque la visitaba, a escondidas de su madre, desde el comienzo del secundario. Se sentía en falta por mentir, pero sabía que si quería evitar problemas era mejor ocultar esas idas a verla. Siempre  la tanteaba para que le contara su versión de las cosas y ella, invariablemente, cambiaba de tema. Pero en una de esas tantas embestidas, Elisa la escuchó que mascullaba: “Pero si me casaron, a mí nadie me preguntó nada”.  Lo había dicho dándole la espalda mientras abría la heladera para sacar un sifón de soda. Parecía que solo así, sin mirarla a la cara, Tesa se animaba a dar algunas de las respuestas que su nieta le pedía.  “Las cosas en esos años y en el campo eran muy duras. Imaginate, once bocas. Once, entre hermanos y hermanas, mi padre, un labrador y mamá, una campesina como él”. Mientras ella le contaba, Elisa miraba ese cuerpo pequeño y encorvado, pero ágil y gracioso, que no paraba de andar de un lado para el otro. Sin dejar de mirar hacia la pared Tesa continuó y le dijo: “Apareció un día, trajeado de oscuro, ni alto ni petiso, flaco y con poco pelo en la cabeza, de piel cuarteada y unas manos que parecían conocer la tierra. Preguntaba por algún terreno para comprar. Recién llegaba de Italia con algunos ahorros. En fin, que cualquiera fueran sus planes, mis padres vieron la oportunidad de sacarse a una de nosotras de encima. En ese entonces, a las chicas se las mandaba a trabajar, si conseguían dónde colocarse, se metían a monjas o se las casaba”.  Y ahí fue que haciendo un giro sobre la punta de su pie, como si fuera una bailarina clásica saludando a su público, miró a Elisa y, señalándose el pecho con sus dos pulgares, le preguntó si podía adivinar a cuál de las siete hermanas habían elegido para no mandar al convento. “Y eso fue porque vos serías la más fea de todas” le dijo Elisa con ternura. De veras que debe haber sido lindísima pensó mientras le adivinaba el fuego que todavía chispeaba en sus ojos. “Mirá, no sé por qué habrá sido, pero como el tano no tenía familia y andaba con ganas de afincarse allí, en Lobos, o en la Capital, con el casorio mataba dos pájaros de un tiro. ¿Vos oíste hablar del tiro al pichón o a la pichona? Imaginate el cuadro. Una pajarita de 16, bien alimentada, linda, hacendosa y obediente, sin dote pero que valía lo que pesaba. No había ni que pensarlo, ni el tano ni mis padres y mucho menos yo. Yo no estaba allí para pensar. ¡Qué va! Menos que un cero antes de la coma”. Tesa se había sentado a la mesa cerca de la ventana que daba al patio. Fijó la mirada en algún punto perdido hasta que le ardieron los ojos. Elisa dejó pasar el silencio y esperó a que pasara otro más y como bromeando le dijo: “no exageres, ni que hubieras nacido en la Edad Media”. “No, en 1911, en cuanto a esto de cómo llegué al matrimonio con tu abuelo. Fue en ese año y ya en el 12 nacía tu tía Margarita y dos años después Pepa, tu mamá. Cuando nació ella nos vinimos para Buenos Aires”. La abuela se levantó, encendió la hornalla y puso a calentar agua para hacer té. “Ahí me quedé sin mi familia, solos él y yo con las dos nenas chiquitas. Lo que en el campo se me hacía más llevadero, en la ciudad se convirtió en pesadilla. Él me llevaba más de 15 años. Era un tipo seco, tosco, áspero. Lo único que le importaba era ahorrar. Un miserable que me acusaba de usar mucho aceite para freir las papas y que pretendía que día por medio me cambiara de pie los únicos zapatos que tenía para gastar las suelas parejitas. Y no quiero hablar más porque me sube la presión”. Tesa preparó panes con manteca y los espolvoreó con azúcar. “Yo sé que te gustan así. Si te canso avisame que paro, porque cuando me pongo a hablar no me doy cuenta y a lo mejor te estoy cargando con estas historias mías… aunque creo que ya tenés edad para saber cómo fueron las cosas y sacar tus conclusiones. No quiero morirme y que vos pienses lo que todos en esta familia”. Se había puesto colorada y la lengua se le secaba adentro de la boca. Tomó de su té y miró a Elisa. “Que fui una puta por dejar a ese hombre y haberme ido con otro”. “¡No!, no digas eso. Yo nunca oí que nadie hablara así de vos”. Elisa quería consolarla de cualquier manera pero ella misma no podía salir del asombro de que esa viejita que tenía enfrente hubiera tenido semejante coraje. “Me sacaron a mis hijas por eso. Porque un juez dijo que yo era una puta adúltera. Una puta que parió a unas hijas que serían mejor criadas como pupilas por las monjas. Una puta que ahora es una honorable viejita a quien únicamente llaman por su nombre de pila”. “Y lo bien que hacen” le dijo Elisa “con lo lindo que es. Sos la única Tesa que conozco y  de ahora en más serás solo para mí la puta abuela de mi alma, y te digo más, si alguna vez escribo un cuento será la tuya la versión verdadera, serás vos la heroína y yo quien te perfume el corazón con un ramo de jazmines y te absuelva”.

EN LA PLAYA de Amalia Catania

Se conocieron hace unos años, cuando la empresa contrataba personal de limpieza para los turistas que en verano inundaban la ciudad balnearia. Las familias locales aprovechaban para reforzar el ingreso de los hombres, mayormente empleados en la pesca e industrias derivadas. Juana y Montse eran, además, vecinas. Adela compartió con ellas varios trabajos en casonas que había que poner en forma al comienzo del verano.
Tarde agradable, apropiada para una escapada al mar. A las cuatro de la tarde de noviembre la arena es tibia sobre la playa del puerto. El mar luce más azul que el cielo. Tres nubes como tres trazos en el horizonte.
– Allá va Vicente –dice Juana.
– ¿Cómo sabés? –pregunta Montse.
– Porque reconozco la barca, por la popa y el color.
– Así que tenés la tarde y la noche libres.
Adela, recostada, parece dormida. Ampara su espalda y su cabeza con un toallón. Las palabras le llegan a pesar de la modorra.
Juana cree que él pasará la noche en alta mar.
Esto no puede durar. Tengo que decidirme. Me parece que lo siento llegar, deslizarse caliente contra mi cuerpo; ese olor mezcla de tabaco y sudor. Me murmura palabras soeces y me pierdo, me pierde. Esta noche, Vicente, debe ser la última. No puede ser, no debe ser, somos adultos. Sí, esta noche hablaremos, yo le saco el tema, si no, lo amenazo, lo dejo. Está refrescando.
– ¿Está dormida?
– Parece.
– Últimamente está rara, callada, se cansa más.
– ¿Estará saliendo con alguien?
– Le pregunté por Domingo y dice que hace meses que no lo ve –responde Juana–. Otras casas no tiene, pero qué sé yo…
– Tocala, ¡despertala!
_ ¡Dejala tranquila!
Esta noche le digo que basta. Nunca me pasó esto con una amiga de años, nada menos. Me da frío estar así quieta. Ahora me levanto. Mañana me traen al nene, le voy a preparar milanesas. Tengo el pelo duro, cuando llegue me voy a lavar con el champú nuevo que me regaló Montse. No sé cómo me lo dejará, tiene lindo perfume. Me voy a levantar. ¿Con qué cara le hablo?
– ¡Vamos! Vamos que hace frío.
Adela se levanta. Recogen las mantas, sacuden la arena y caminan lento hacia la avenida. Se despiden. Juana y Montse doblan hacia el Sur, Adela, hacia el Norte. El sol se esconde detrás de las nubes.

PRIMERA HISTORIA de Oscar Sánchez

Caminá, caminá, dejala que ella te siga. Despacio… Escuchá la música…, sentila; que sea parte tuya: la música, ella y vos. Sujétala suave y dale esa cadencia de ojos cerrados, dejala que sucumba en tus brazos y sujétala otra vez, que esté segura, que camine, que baile.
Ah… el tango; jamás pensé bailarlo y hoy, bueno, fue por ella. Me acerqué despacio, como quien se acerca a un fogón buscando calor y abrigo, y allí estaba.
– ¿Viniste?
Y tuve que aprender para poder tenerla. Y tuve que dejar de lado mis prejuicios.
Un día me dijo en la mitad de la pista: – Mirá, yo no sé lo que fue tu vida con otras mujeres, pero en el tango manda el hombre, así que o marcás o no bailo.
¡Qué mujer!, me dije. Me enamoré.
 Y hoy cada vez que puedo bailo; con ella, claro.
Caminá, caminá, dejá que ella te siga. El profesor es bueno y “La Viruta” es grande. El tango suena como ninguno, y pensar que yo bailaba… pero ¿tango? Qué sé yo. No era para mí. Esta mina milonguera… Como le digo siempre – Me metiste en tu cartera y no me dejaste salir.
Está bueno. ¿Serán los años que he vivido o el simple placer de bailar? Lo que cuenta es que al volver a casa caminando las calles de Barracas a la madrugada, la alegría me inunda y nada me cansa.
A esta altura de la soiree gané dos cosas: bailo tango y me enamoré. 

VIDAS... ¡¿PARALELAS?! de Astrid Meybaum


Yo estaba allí, en ese lujoso negocio de artículos de viaje. Tenía puesto un abrigo de cuero negro, con accesorios dorados. Llegó él… Joven, elegante, buen mozo, ejecutivo en ascenso. Me vio, me observó con cuidado. Le gusté, fue amor a primera vista.

Salimos del negocio tomados de la mano. En el aeropuerto me regaló un brazalete con su nombre grabado. Sin embargo, no viajamos juntos.
Cuando llegué a la habitación del hotel, él ya me estaba esperando impaciente. Recién bañado, estaba en bata.
En cuanto entré, me sujetó, me levantó y aterricé sobre la cama king size de ese hotel cinco estrellas. Primero desabrochó mi cinturón, aflojó las hebillas de mi abrigo de cuero negro y procedió a abrir los cierres.
¡Qué desparramo! Esa fue nuestra primera noche juntos, a la que le siguieron muchas, en otras camas y en diferentes lugares.
Fuimos inseparables.  Envejecimos juntos, pero llegó un tiempo en que ya no me cuidaba tanto. Empezó a tratarme mal, algunas veces me decía
 “pesada“, hasta que un día la vio a ella, en el free shop. Era esbelta, elegante, liviana, moderna, pero dura y fría...
A ella también le regaló el brazalete con la identificación, y a mí… me dejó, me abandonó.
Me sentía defraudada, traicionada. Es que el muy cretino me había cambiado por una de plástico gris, con rueditas y cerradura electrónica.

SENSACIÓN de Isabel Stimolo

Me persigue, lo siento aunque no lo vea. Y está tan cerca que ya su presencia me abruma y angustia. Y sigue persiguiéndome, no deja de hacerlo, y siento que me alcanza. De pronto me detengo. Quiero que llegue hasta mí, no me importa. Y sí, está ahí, tan cerca que, si quisiera, podría tocarlo. Tan cerca que, si quisiera, podría tocarme. Pero no, no hay contacto, solo esa presencia que me estremece. Sigo caminando, ahora más lento, y está ahí, al acecho, y es tan insoportable su presencia que hasta siento dolor. Sobreviene un silencio denso y oscuro. Ya no está, se perdió en la negrura de la noche. No puedo respirar. Jadeante miro, pero solo hay sombras amorfas y una bruma espesa que lo cubre todo y en la que me pierdo. Y ahí está otra vez. Lo percibo claramente. Invisible al ojo humano, pero ahí está. Está aquí y allá y en todas partes. Estoy al límite de mis fuerzas, no obstante sigo andando, cada vez más despacio. Y está ahí, siempre detrás de mí y sigue estando, sigue ahí. Me doy vuelta y caigo y lloro y suplico y grito hasta que mi voluntad me abandona y pierdo el sentido. Despierto con un aroma a flores recién cortadas. Estoy en un jardín, las flores me rodean, sus pétalos me van cubriendo hasta casi asfixiarme. Levanto la cabeza. No hay nadie. Estoy sola. Pero estaba ahí, detrás de mí, estoy segura. Sentí su presencia, su fuerza arrolladora que me anulaba. Y sigue estando, sin duda. Esa intangibilidad perpetua está dentro de mí. Me voy, no sé adónde, pero me voy, y ya no importa. Fatalista, me someto a esa sensación.

AMIGAS de Claudio Mizrahi

–Atento, atento, ¿me copia?
–Afirmativo.
–Tengo un occiso masculino, caucásico, cuarenta años, en la intersección de calle 17 y 105. Solicito móvil en el lugar.
–Ya le mando el móvil. Notifico al fiscal de turno y policía científica.
Un silencio de muerte se adueñó de la escena del crimen cuando la radio policial dejó de modular su voz metálica. La morosa luz del único farol sano de la cuadra retaceaba un opaco tinte anaranjado. Detenido en la esquina, un taxi era la fatal mortaja de su conductor: en estos barrios periféricos no es recomendable transitar sin la debida protección de Febo. Junto al vehículo una mujer cincuentenaria, aún conmovida, aguardaba instrucciones del agente policial. “Me va a tener que acompañar”, fue la consabida orden que la señora acató sumisa.
Este es un extracto de la declaración testimonial que la mujer prestó en la comisaría:
“Había salido de casa de mi madre y caminaba hacia la avenida para tomar un taxi porque por estas calles oscuras no pasa ninguno. Me sorprendió ver un taxi parado en la esquina y corrí a alcanzarlo. Vi a una chica joven y rubia con la pollera muy cortita que se alejaba apresuradamente. Subí, le indiqué al taxista la dirección, y nada. Cuando miré el espejo retrovisor me pegué el susto de mi vida: el chofer estaba con los ojos en blanco y una expresión terrorífica en el rostro. Creo que corrí gritando hasta la avenida, donde me encontró el policía.”
El patrullero enviado a la zona descubrió a la chica descripta por la testigo –como después se sabría– deambulando en las cercanías en evidente estado de conmoción. Horas más tarde, en presencia del fiscal, la chica lo contó todo.

Luciana y Verónica eran amigas inseparables, salvo por el breve y eterno período en que Luciana estuvo juntada con Fabio. A Fabio, que era veinte años mayor que ella, no le gustaba que su novia saliera con gente –incluso las amigas– sin su presencia, y esos encuentros tensos y custodiados se dieron apenas en un par de ocasiones. Verónica no sabía qué le había visto Luciana a un tipo tan vulgar y desagradable como Fabio; o tal vez sí.
En una furtiva cita que Verónica con esfuerzo logró arrancarle, las dos amigas se vieron en un bar.
–¿Qué hacés pintada como una vieja? –preguntó Verónica.
–Me gusta así.
–Pero vos no sos así. Dejame ver. ¿Qué tenés ahí, estás lastimada?
–Me caí.
Luciana finalmente se quebró y entre sollozos confesó los maltratos a que Fabio constantemente la sometía. Sin embargo no fue ella quien cortó la relación. Al poco tiempo, sin mayor explicación, él la dejó.

Luciana estaba tratando de “rehacer su vida”, recuperar amistades, volver a salir, conocer a un chico. Un viernes a la noche se juntaron seis amigas a tomar unas cervezas y algún fernet en casa de Vero, haciendo tiempo antes de ir a bailar. Cuando la hora apropiada llegó buscaron dos taxis, porque en uno no cabían. Un motivo banal volvió a separar a las amigas inseparables: de las seis, sólo Luciana y Verónica conocían el boliche al que se dirigían; por eso cada una de ellas encabezó una pequeña comitiva. Luciana y las dos chicas que iban con ella llegaron primero y esperaron en la puerta. O casi, pues enseguida los patovicas del boliche las obligaron de mal modo a despejar la entrada. Pasaba el tiempo y las chicas iban inquietándose por la demora de sus amigas. Lu inició con Vero un rápido intercambio de mensajes de texto:
Donde tas?
No sabes!
No por eso te preg.
Boba no sabes kien es el taxista!
Kien?
Tu ex. Creo que me reconoció
El taxi giró, se internó en una calle desierta, avanzó lentamente y se detuvo antes de llegar a la siguiente esquina.
–¿Vos no sos la amiga de Lu? –preguntó Fabio mirando a Verónica, que estaba sentada detrás suyo, por el espejo retrovisor.
–Sí –titubeó–, pero ¿por qué paraste acá?
–Para poder charlar más tranquilos; la noche recién empieza, ¿no te parece?
Verónica no contestó. Recordó los padecimientos que Luciana no se había atrevido a contarle: la burla, el sometimiento, la humillación, los golpes. Entre las densas sombras podía adivinarse el pánico mortal de las tres adolescentes.
–Qué raro que no estés con ella –continuó el taxista–. La verdad que es mejor perderla que encontrarla, aunque tengo que reconocer que lo único que hacía bien era chuparla –Fabio estalló en una risa repugnante–. No sé por qué me metí con ella, si está mucho mejor la amiga –alzó las cejas hacia Verónica en el espejo–. Vamos a hacer una cosa: ustedes dos se bajan y se las toman, y vos venís a sentarte acá adelante.
–¿Cómo, que nos bajemos acá? –dijo una de las chicas.
–Sí, pendeja, escuchaste bien, y da gracias que no te cobro el viaje. ¡Dale, bájense ya!
Las dos chicas, perplejas, no tuvieron tiempo de reaccionar. Verónica se sacó el elástico de atar el pelo y con un rápido movimiento lo apretó sobre la garganta del taxista. Tiró con todas sus fuerzas hacia sí, hundiendo la cabeza de Fabio contra el respaldo mientras murmuraba entre dientes: “vas a aprender a tratar a mis amigas”. Las chicas miraron a Vero con una expresión mezcla de espanto e incredulidad, y entre llantos escaparon del lugar. Verónica quedó exhausta, desparramada en su asiento, asombrada de lo que había hecho. Le parecía estar viviendo un sueño, una pesadilla. El celular la volvió a la realidad anunciando un mensaje de Luciana:
Donde tas?
17 y 105 veni apurate
Es cerca ya voy
Luciana presintió que algo muy malo había pasado. Quiso llamar a Verónica pero ya no tenía más crédito en el celular.
–¿Qué dice Vero? –preguntaron las chicas.
–En un rato llega. Ustedes entren que yo la espero acá –mintió Luciana.
Las amigas obedecieron y Lu corrió lo más rápido que pudo al encuentro de Vero. Llegó a la esquina fatídica y miró a través de la ventanilla del taxi. Adentro estaba, solo, el cadáver de Fabio. Luciana se tapó la boca horrorizada. Subió. Se sentó en el asiento del acompañante, con la mirada fija en Fabio. Entre las piernas del taxista yacía el elástico de Vero. Después de un tiempo sin medida, Luciana, joven, rubia, pollera muy cortita, bajó del taxi y apuró sus pasos sin rumbo fijo. Un patrullero la encontró deambulando cerca de la escena del crimen.

Gracias a los datos que aportó Luciana, la amiga inseparable fue hallada sin dificultad por la policía. Verónica pasó el resto de su corta existencia en prisión. Luciana está juntada con un muchacho mayor. Dicen que la maltrata.

SERENATA de Arturo Belda

– ¿Qué te pasa, mijo, que andás con esa cara?
– Me quiero matar, mama, me quiero morir.
– Venga mijito, cuéntele a su madre.
– Resulta, mama, que anoche fui a darle una serenata a mi novia. Fuimos con los músicos y estrenamos una canción que yo le compuse para ella, para la Martita.
– Ah, la Martita, la rubita, la hija de la Luisa.
– Sí, mama. Vino el Moncho con la guitarra, el Anselmo con la flauta y el Saturnino con el arpa. El pobre la trajo cargada, porque el hermano de él se había llevado el carrito de mano.
– Me gusta eso de las serenatas.
– Bueno, qué pasa, que esperábamos que se asomara a la ventana la Martita. Y no, ¿qué pasó? Se asomó un hombre y dijo: “espere mozo, que tengo que hablar con usté”. Bajó el hombre por las escaleras y ¡gran sorpresa! ¿Sabe quién era, mama? El tata en persona.
– Ah, sí, tu padre siempre supo andar por lo de la Luisa, y por muchas otras partes también.
– Bueno, mama, pero lo que pasa es que el tata, muy serio, me llevó a un lado y me dijo: “Usté, mijo, no se puede casar con la Martita y olvídese de ella para siempre. Ustedes dos no se pueden casar”. “¿Por qué, tata?” “Porque esa niña es su hermana”.
– Jua, jua, jua, ese viejo loco no sabe lo que dice.
– No, mama, no diga eso, que bajó también doña Luisa y llorando me dijo lo mismo. Desde la calle se oían los berridos que pegaba la Martita, y a mí se me partía el corazón con la pena.
– No hagas caso, mijo. La Luisa es una buena mujer, pero ella siempre tuvo niños entreveraos, nunca supo bien quiénes eran los padres. Se ponía a calcular cuándo había sido y nunca estaba segura. Siempre fue muy mala para los cálculos.
– No, mama, estaban los dos muy seguros. Además me dijeron que si nos casábamos cometíamos pecado mortal y Dios nos iba a castigar. Todos los hijos nos iban a salir lobizones.
– ¡Vaya puta! No diga eso, mijo. Usté se puede casar tranquilamente con la Martita. ¿No ve que ella es Sosa y usté es Ramírez? No son hermanos.
– Sí, mama, en los papeles está bien, pero la sangre es lo que manda.
– La sangre no manda nada, tu madre te lo dice. No pasa nada. Si la querés y ella te quiere a vos, casensen y sean muy felices. No son hermanos.
– Pero mire, mama, que doña Luisa me juró que era cierto, que es mi hermana. Me dijo que ella será tonta pero que nadie sabe mejor que ella lo que pasa en su casa.
– ¡Claro que es tonta la pobre, mijo! La Luisa sabe lo que pasa en su casa y yo sé lo que pasa en la mía. Si yo, hijo querido, te digo que se casen tranquilos, que no son hermanos, es porque yo sé muy bien, ¡yo sé muy bien lo que te digo! Y mirá que yo no soy tonta.

TRES BRUJAS SE HAMACAN EN UN RECUERDO, de Laura Prieto

Isadora tenía razones para asustarse del viento. La llevaba lejos en el pensamiento y la alejaba de los menesteres cotidianos de la palabra. En cambio, a Silvi se la veía firme ante las ráfagas que levantaban un frescor de otoño que olía a diabluras y juegos infantiles. La menor de ellas, Katia, era la encargada de mirar a ambos lados para ver si alguna de las hermanas se distraía. Las tres parecían apenas sostenerse en el aire frágil de la tarde. Los rayos de sol acariciaban las recientes arrugas de sus caras y por lo que se podía entrever, ellas se mecían en la hamaca inspiradas por un más allá de músicas, rondas y misterios. El secreto era pensar la misma hechicería al unísono, para reforzar el poder del conjuro. Según su madre les había confiado, algunas pruebas convenía intentarlas en grupo, tanto más si se trataba de la rememoración de un viejo acontecimiento por siempre olvidado. Ese día aguardaban con fervoroso anhelo la llegada del recuerdo.
Habían acordado los mejores atuendos para invocar aquel instante escurridizo de la memoria. Y ya dispuestas a transitar sin prisa ni pausa el territorio fugaz de una ausencia, sentían que tenían de nuevo diez años y salían a ganarle una tarde más al misterio. Katia miró de soslayo a Silvi, con los párpados apenas abiertos, en una pose sensual que conjugaba con las flores de los hombros en un suave frufrú. La risa de Katia elevaba a su vez la sonrisa de Isadora que, inspirada por el roce de las sedas, era la que había llegado más lejos: una antigua casona de principios de siglo, en el costado de las vías del tren, un verano del año mil novecientos…
“En el barrio aún las calles eran de tierra, las manzanas no se habían loteado y aquella mansión era la única que se erguía bella y diabólica en medio del paraje solitario. El padre había dispuesto aquel lugar sólo para complacerla. Ella comenzaría una vida de novela. Se probaba las suaves telas del vestido y el ramo de novia con el que llegaría al altar.” Su madre las sorprendió detrás de la puerta. Basta de invocaciones. Y la visión se hizo cada vez más tentadora. A falta de conjuro, sería bueno aventurarse a conocer el lugar. A los pocos días prepararon todo para después de la escuela. Las bolsas y las cantimploras para el camino.
Ya corrían por el parque de la quinta abandonada. Ya se subían y bajaban de los almendros florecidos. Era verano y en pleno calor de la siesta la casa resplandecía como en un sueño de adormideras. “Deja que cuente esta parte —dijo Silvi con voz casi inaudible—.Yo las guiaba entre las sombras para subir las escaleras. Pronto sentimos un quejido agudo proveniente del ático, que vos confundiste con las voces de los niños muertos.” “Cierto—prosiguió Isa— y la pequeña Katia se detuvo y gritó de espanto al oír la primera campanada.”
No había adónde huir. El eco las perseguía por todas las galerías solitarias. La bella pareja amortajada. Por las escaleras ahora ensangrentadas, por los salones en los que habían bailado inocentes el primero y último vals. ¿Cómo habían cambiado la esponjosa merienda de la abuela por un sinsentido semejante? Pobre Silvi, siempre tan enternecida con la leyenda del castillo. ¿Quién sabe si hubieran sido felices? En cambio sus padres tenían una convivencia terrenal pero auténtica. Quién sabe si los jóvenes no hubieran huido espantados el uno del otro como ellas lo hacían esa tarde por las vías que daban a la estación. No les alcanzaban las piernas para alejarse y terminaron despatarradas en los escalones del almacén de Ricardo Gutiérrez, con las bocas abiertas.
Katia miraba intrigante a ambos lados del asiento. Isadora se veía exhausta como una poseída después del exorcismo. ¿Por qué se habría borrado aquel recuerdo? Era una cuestión que las dejaba atónitas y les provocaba extrañeza, como aquella noche en que vieron quemar los libros de Sartre con los que estudiaba su padre junto a los cuadernos de brujerías de la abuela Agustina. Por consenso familiar mamá dejó la magia y la hechicería para tiempos menos oscuros. Para Isadora, su madre quiso protegerlas de las habladurías barriales y de otros espantos concretos. Y que no se cumpliera la maldición que recaía sobre las niñas que se atrevían a pasar las puertas de lo prohibido. No se podía traer a la pareja de recién casados, arrollados por un tren en plena noche de bodas y sin poder disfrutar de su idilio. También su padre se había muerto joven, sin que ellas hubieran podido confesarle aquel episodio a unas cuadras de su casa en Villa del Parque.
Cada una tenía por suerte su profesión. Katia era buena cocinera, los caldos eran su especialidad. Silvi se dedicaba a la medicina natural. Isadora cultivaba el arte de la palabra. Pero los fines de semana, reunidas en el patio de la casa de mamá, las hermanas seguían siendo literalmente brujas. Ese era uno de esos días. Lo cierto es que en la foto se las verá diosas por siempre, trayendo con malicia y felicidad aquel momento olvidado. Del otro lado, una señora grande parece divertirse enfocando el conjunto, sin saber del todo qué provoca las risas de las susodichas. En el ir y venir de la hamaca, Isadora comprende esos huecos que la memoria escamotea para poder recordar. Se permitían ahora compartir aquella diablura infantil como si ocurriera en ese instante, en medio del viento que les acaricia la piel y les provoca escalofríos.

EL HOMBRE de Eduardo A. Pizzini

Cuando llegó a la plaza por tercer día consecutivo, la gente se empezó a preocupar. El hombre, como se lo llamaba porque nadie lo conocía, llegaba y comenzaba con su ritual diario que duraba aproximadamente una hora.
Se ubicaba en el lugar de la plaza que estuviese libre de gente. Tenía alrededor de cincuenta años, era flaco, desgarbado, de pelo largo y entradas importantes. Traía puesto siempre lo mismo: unos pantalones negros y una campera azul marino con capucha, que le quedaba grande. Pero lo que más llamaba la atención era su bolso. No por su aspecto sino porque era el motivo de la curiosidad y también del temor de la gente. Llegaba a su lugar de la plaza, depositaba el bolso en el piso, se agachaba, lo abría y lo revisaba. Luego comenzaba a girar alrededor. Cada tanto interrumpía el andar, lo revisaba y continuaba.
Aclaro que su actitud era pacífica.
Así fue como comenzaron a surgir las distintas opiniones de los vecinos. Uno de ellos dijo: “yo llamé a la comisaría y me dijeron que no estaba haciendo nada malo”; otro opinó: “para mí está loco”. Los siguientes comentarios no distaban mucho: “Es un enfermo”, “pobre hombre ¿qué le pasará?”, “¿justo acá tiene que venir?”, “¿por qué no se lo llevan preso o a su barrio?” Infinitas opiniones. Mientras tanto el hombre continuaba con su extraño acto todos los días, a la misma hora, con sol, con frío o lluvia. Hasta que un día a un señor se le ocurrió decir: “¿alguien sabe qué lleva en ese bendito bolso?” Si los vecinos ya tenían miedo, ante esta pregunta se alteraron aún más. Se escucharon las siguientes respuestas: “Las cenizas de su esposa”, “es un terrorista, tiene una bomba”, “vende droga”, “billetes falsos”, “es un ladrón”, “es un delincuente”, “¡es un asesino!” También hubo gente que afirmaba que era “un enviado del diablo” y tampoco faltaron los que aseguraban que era “un extraterrestre”.
Lo cierto es que este hombre un día estaba girando alrededor de su bolso, como siempre, y fue abordado por un grupo de personas hostiles que lo insultaron y golpearon. Lo echaron sin contemplaciones al grito de: “¡Fuera de aquí!”, “¡este barrio es de gente sana!”, “¡fuera loco!”
Terminó ensangrentado, con pérdida de conocimiento y por supuesto hospitalizado. La policía, cómplice de la situación, solo atinó a decir que recibieron un llamado en el que les avisaban que había un hombre en malas condiciones a la salida del pueblo, al costado de la ruta. “No sabemos qué le pasó, nadie vio nada”, dijo el comisario. Los vecinos, contentos por haber sacado del pueblo a ese hombre peligroso, sellaron un pacto de silencio.
Lo cierto es que mientras el hombre era salvajemente golpeado y expulsado, su bolso quedó en la plaza en el mismo lugar donde él lo había dejado. A nadie le importó; solo querían deshacerse de su dueño.
Al otro día un niño jugaba en la plaza y su pelota cayó al lado del bolso. La levantó y no pudo evitar la curiosidad. Se acercó, abrió el bolso y se sonrió. De pronto un haz de luz brillante salió de adentro, giró en tirabuzón en torno al niño, luego se dirigió al cielo y se convirtió en una estrella.                                                          

AROMAS de Dora Ferreirós

La señorita Olga dice que quiere que escribamos todo lo que nos gusta y lo que no. Lo que no me gusta es cortito: levantarme temprano, besar a las tías porque tienen pelos en la cara y me pinchan, y tomar purgante.
Lo que me gusta: ir al cine, jugar con los chicos de la cuadra y que mi mamá no me deja, y la tía Nené que es rubia y linda y me voy a casar con ella cuando sea grande. Pero lo que más me gusta es la comida que hace Ángela. Es la nueva cocinera. Andaluza, de España, alta, morocha, tiene un pelo largo con muchos rulos y se viste con colores fuertes, mucho rojo y mucho verde. Mamá dice que es “cache”. ¿Qué es cache?
La comida es bárbara, hasta la sopa, porque le pone albahaca y hierbitas al pollo. Y la merienda es muy rica.
Cuando yo estoy acá haciendo los deberes mamá me llama.
– ¡Bajá a tomar el té!
No sé por qué dice “té” y no “leche” como todo el mundo.
– Mamá, si yo tomo café con leche.
– Es una cuestión de buenas maneras.
No me importa, un rato antes yo ya sé qué voy a comer: torta con canela o con azuquita quemada, masitas con pastelera… Estoy haciendo los deberes pero no puedo dejar de pensar en la comida.
– Es la única vez que obedecés rápido –dice mamá.
Pero además Ángela es muy cariñosa; me besa, me abraza y como es tan grandota me levanta en el aire. Me cuenta de cuando estaba allá en su pueblo en la cosecha de aceitunas; cuando terminaban se reunían a cantar y bailar.
– Que la vida es muy linda, chaval –dice siempre.
Le pregunté a mamá qué quiere decir “chaval” y me dijo que no lo repitiera, que debía ser una mala palabra y que no tenía que dejar que el “servicio” me toque. ¿Qué es el “servicio”? Le pregunté a mi primo Roque, que es grande, y me dijo que el “servicio” es el baño. ¿Mi mamá está loca?
Ayer Ángela hizo una torta de hojaldre con dulce de leche pero mamá no me dejó repetir. Cuando salió me fui corriendo a la cocina y Ángela me dio otro pedazo y me dijo que me va a enseñar a bailar haciendo palmas y se puso a taconear y a golpear las manos mientras cantaba:
De los cuatro muleros
que van al agua
el de la mula torda
me roba el alma.
Y después se rió y nos reímos los dos y nos abrazamos. ¿Qué sabe mi mamá del servicio?
A la noche oí gritos, mamá estaba furiosa y papá trataba de calmarla.
– ¿Qué estás haciendo todo el día en la cocina? ¿Desde cuándo te gusta comer? ¿Te crees que soy tonta? –decía.
No sé qué le contestó papá pero mamá estaba muy enojada. Seguro que Ángela, que es muy buena, le estaba enseñando a papá a batir las palmas. Bueno, así podemos bailar los tres, pensé y me dormí.
– Rápido, apurate, el desayuno está listo –me gritó mamá desde el comedor.
Junto al café con leche sólo un plato de galletitas.
– ¿Qué, no hay nada más?
– No, comé y callate que se te hace tarde.
– ¿Ángela no hizo scones?
– Ángela no está.
– ¿Cómo no está? –pregunté y empecé a pararme.
– Quedate quieto –me fulminó mamá–. Ángela se fue anoche.
– ¿A dónde?
– A España.

– ¡Vaya con el viejo!
Se le cayó el cuaderno, cuaderno Rivadavia prolijamente forrado con papel azul con dibujo de arañas. Se agachó a recogerlo, no recordaba aquella moda pasajera implementada por la señorita Olga, maestra de cuarto grado. Del cuaderno se había olvidado, no de Ángela. En una atmósfera cerrada, fría y superficial donde siempre se quería aparentar más de lo que se era, Ángela había sido un efímero aire fresco. La recordaba bien: alta, buena moza, robusta, muy grandota, siempre sonriente. Ella lo abrazaba y lo besaba con cariño, lo consolaba cuando lo retaban y cocinaba riquísimo.
– ¡Vaya con el viejo!
Nunca se lo hubiera imaginado. Por fin algo que podía suavizar, humanizar el recuerdo frío y severo de un padre distante preocupado solo por los negocios.
Deshacer la casa paterna no es tarea fácil, se mezclan la obligación perentoria, la nostalgia, la pena por el tiempo irrecuperable. Decidió invertir el orden que tenía dispuesto. Empezaría por la cocina. Abrió el ventanal y el sol entró a raudales, fuerte, muy fuerte; el aroma de las especias llenó el ambiente, le entró en el cuerpo, le calentó el alma y allá en un rincón entre cacerolas y platos Ángela, sonriente y colorida, está batiendo crema y espolvoreando canela y jengibre, mientras un chico pequeño da vueltas a su alrededor al ritmo de:
Anda jaleo, jaleo,
ya se acabó el alboroto
y ahora empieza el tiroteo
y ahora empieza el tiroteo.