CAMILA de Luz Pellenc


Camila está leyendo un libro. Un libro. Un libro. Mientras lo lee piensa que el escritor se inspiró en su vida para escribir ese libro.
Lo termina de leer. Lo cierra. Lo guarda y se va afuera. Se sienta y observa a la gente. Algunos expresan felicidad y otros tristeza. Ella se pregunta a qué grupo pertenece. No tiene amigos. Solo libros. Regresa a su casa y va hasta su biblioteca. Agarra un libro. Y lee. Lee. Lee.

EL ANTIFAZ, de Bernardo Armus *


Le pedí que se sacara el antifaz; no quiso. Seguimos bailando abrazados, cada vez más juntos, cuerpo a cuerpo, apretados. No hablamos. Ella podía mirarme, ver en mis ojos el deseo. Yo no la podía ver como quería.
Pensé arrancarle el antifaz, pero no, hubiera sido una agresión. Opté por esperar.  Adiós, decía mi fantasma. Sin esperanza continué aferrado a su cuerpo. Seguimos bailando fuertemente abrazados, susurrándonos al oído, diciéndonos cosas, y mi impaciencia le pidió que saliéramos del salón en busca de privacidad. Sin respuesta, volví a implorarle se sacara el antifaz. Nada.
Mi imaginación vio unos enormes y hermosos ojos azules que impulsaron mi fantasía  para soñar por un momento un rostro bellísimo dando color a sus rasgos.
Le pedí amor, que nos miráramos sin escondernos. Pensé cuán amarga es la primera noche en que te enamoras y no tienes respuesta. Persistí en mis ruegos, y en silencio nos retiramos del salón. Juntos caminamos en busca del amor y después, sin haberse quitado el antifaz, sin haber podido ver sus ojos, huyó sin palabras.
La seguí ciego bajo la lluvia, como un espectro fascinante sin esperanza de volver a vivir ese primer encuentro, aun cuando fue nada más que una primera y única noche.  Quería poseerla y comprobé cuánto esfuerzo demanda mi deseo… y entonces volví a preguntarme ¿por qué toda primera noche es amarga?

* Trabajo realizado a partir de tres versos del poema “São Paulo revisited” de Mario Trejo


RELATIVO, de Guillermina Piñeyro


La luna era un óvalo verdoso. ¿Un óvalo verdoso la luna? Yo la veía así, detrás del arco perfecto de ese ser doblado en un semicírculo, suspendido en el vacío como si lo sostuvieran hilos invisibles.
Las piernas juntas pegadas una con la otra, los brazos extendidos y separados en un ángulo agudo y la cabeza erguida entre ambos.
Un minuto, solo un minuto permanecería así en el aire sobre el fondo verde azulado de un cielo increíble.
Me pareció surrealista la escena, con ese mar embravecido allá abajo y las olas gigantescas estrellándose contra las rocas impávidas, que por siglos las habían desafiado.
¿Fue solo un minuto? ¿Pude pensar tantas cosas en un minuto?  
¿Y en ese mismo tiempo sentir también el terror de que su clavado no tuviera éxito?
¡Como pude estar allí expuesta a tantos sentimientos que solamente duraban un minuto!
¿Llevó también un minuto, allí sobre el acantilado en esa noche de luna ovalada y verdosa, acordar los términos del desafío?
– Linda luna para un clavado, miren el agua burbujeante allá abajo –dijo Hernán.
– ¿Estás loco? ¿Te animarías acaso? –preguntó Álvaro.
– Lo hice tantas veces.
– ¡Pero nunca de noche­! –acotaron.
Y fue el bastardo de Hugo que nunca puede con su instinto perverso y que por más de un motivo quiere a Hernán fuera de su camino, sobre todo en lo que respecta a mí, quien le hizo el ofrecimiento.
– Mi porsche nuevo, si te animás.
– Hecho.
 Y se dieron la mano en el silencio cómplice y tal vez homicida del grupo. Hasta yo, incrédula, callé. Parecía disociada de la realidad.
…Y allá fue el inocente, el osado, el confiado en sí mismo, en ese salto increíblemente hermoso de tan solo un minuto, un minuto que podía depararle la vida o la muerte.
Me llevó otro tanto, pero esta vez eterno, el saberlo…

ACORRALADO, de Emir Fernández


Se dio cuenta de que lo estaban persiguiendo y apuró el paso. No sabía qué hacer para escapar. La última vez casi lo agarran cuando intentó huir al Uruguay. En la calle solitaria solo se escuchaba el retumbar de sus pasos. Nunca pensó que el éxito de aquellos operativos del pasado, con el tiempo le acarrearía tantos problemas. Era evidente que alguno lo había traicionado. "Tal vez fue el capitán Bermúdez, siempre fue un cobarde, con seguridad habló más de la cuenta y descubrió lo que nos habíamos juramentado callar para siempre", pensó.
Ahora el problema consistía en cómo escapar, pero no le encontraba la vuelta. Con la captura recomendada no podría salir del país. Estaba acorralado, como tantas veces le había ocurrido al enemigo. Si se entregaba solo lograría ir a la cárcel. Llegó hasta la orilla del río, sacó el arma y la colocó en su sien.

LLUVIA EN LA QUEBRADA, de Eduardo Chiossoni


El clima en la quebrada estaba bravo. Después de la siesta, desde el oeste se vino el agua… fuerte. La Jesusa Condomí apura su puntita de cabras para llegar pronto al corral, palo y piedra en el fondo del valle.
Las nubes corren, se empujan y engordan en el cielo gris y como un toldo plomizo van cubriendo el sol, dejando ver apenas una rayita celeste en el filo del cerro.
Llueve. Gruesas gotas comienzan a caer; primero espaciadamente, sonido sordo sobre la tierra sedienta abrasada por el sol de enero; después una cortina de agua que solo la deja ver unos metros adelante.
Falta un trecho para la bifurcación y está dudando: ¿le conviene seguir hasta el corral?
¿O mejor se llega a lo de su comadre, la Rosa Centurión, que tiene su ranchito a la orilla del monte de lapachos?
“En lo de la Rosa voy a poder capear la lluvia”, piensa, y cuando llega a la encrucijada, toma la huella de la derecha.
Empapada, Jesusa baja la barranquita y se prepara para vadear el arroyo, que a esta altura del temporal había ganado caudal y fuerza.
Una por una, vigila que sus cabras pasen sanas y salvas. Cuando todas pasan, ella cruza también.
La senda es un barrial y cada paso le cuesta más, pero la esperanza de un refugio para sus animales la impulsa.
Llegando a lo de la Rosa, le pica el aguijón de la curiosidad: El corral de palo a pique está abierto y las cabras de su vecina no se ven por ningún lado.
Mira hacia el ranchito y ve que no hay humo. Inquieta se lleva la mano a la cintura y acaricia el cabo del machete que la defiende de todo mal… hombre o bestia.
Se asoma al corral y se horroriza: Rosa y sus animales están muertos en un baño de sangre.
“Puma”, piensa, y de un tirón desprende el machete mientras con la otra mano enrolla su poncho en el antebrazo.
Desesperada, corre hacia sus cabras, pero antes de llegar oye el rugido que le hiela la sangre.
En la rama más baja de un lapacho, con el morro rojo como la muerte y ojos de fuego, está el terror agazapado.
Se miran unos instantes con sabor a eternidad, hasta que la bestia se deja caer con salto elástico.
Frente a frente, tiemblan ambos su miedo y su coraje.
Rosa quita de su frente los cabellos mojados y sus nudillos están blancos de tanto apretar la empuñadura de su acero.
Un trueno desgarra el silencio y vuelve a llover en la quebrada; la primitiva historia del hombre contra la bestia termina.
Desde esa tarde de tormenta hay un puma menos en la quebrada y Jesusa tiene otro cuero curtido para vender en el pueblo.

JUGUETES, de Marta Burdeos


Todo pasa rápidamente por mis ojos, en una lucha contra el tiempo. Las imágenes corren por la ventanilla del colectivo como una película a gran velocidad. A veces así se me pasa la vida sin darme cuenta.
De pronto la marcha se detiene y puedo observar con detalle la vidriera de una juguetería y, como si el tiempo retrocediera, vuelvo a los años de mi niñez. Mi asombro, al descubrir esas piecitas de madera, me hizo exclamar: ¡Eso es lo que yo quería! Los mueblecitos justo a la medida de aquellas muñecas que tenía y ya se rompieron.
Pero hay una que aún conservo. La que tiene cuerpo de porcelana y pelo castaño que parece natural (no de plástico). Tiene los brazos y piernas flojas, y le falta la mano derecha, que está guardada en una cajita dentro del costurero.
No sé cómo se salvó de tantos juegos, de tantas mudanzas, y no fue a parar a los cajones llenos de juguetes desarmados que pronto terminaban en la basura.
Era especial, era mi preferida.
Ahora quedó como adorno de antigüedad en un estante de mi cuarto. De vez en cuando, si nadie me ve, la peino y le arreglo el vestido. Su carita sigue sonriéndome como antes, cuando era una niña feliz sin preocupaciones. Solo me importaba pasearla en su cochecito y darle de comer. ¡Cómo me hubiese gustado tener estos muebles de cocina!
Es una testigo silenciosa de mi vida. Me acompaña, me espera y pase lo que pase siempre sonríe. A veces me pregunto cómo me verá desde su interior. ¿Sentirá que la he abandonado en un rincón..., que he perdido toda la magia del juego?
Tal vez ya tendría que deshacerme de ella. A mi hija, de pequeña, nunca le llamó la atención. No reparó en esa carita graciosa con ojos vivaces que se abren al sentarse y se cierran cuando se inclina hacia atrás.

Al final de mi viaje algo extraño pasó. Cuando volví a casa me acerqué a ella y al mirarla advertí que su manito derecha curiosamente estaba pegada al brazo y sus piernas habían sido unidas entre sí por un elástico que las mantenía sujetas al cuerpo.
Yo la guardo…quizás para una nieta o simplemente para mí.

LA POLAQUITA, de Oscar Sánchez


– Hay un lindo árbol que tendrá mis años, ¿sabe? Lo veo crecer fuerte, casi como a uno de mis hijos. Y se me antojó un sueño, quisiera poder matear con la patrona debajo de su sombra. Si me lo permite, Don Federico, me haría un ranchito allí; es apenas una lonja de terreno pegado al tambo de Doña Julia. Desde boyero lo vengo viendo crecer. Ya sé, no me diga, está cerca el bañado y puede inundarse. Con unas carradas de tierra lo levanto un poco. Gracias, Don Federico, lo voy a invitar con los primeros mates que tome en mi rancho.
Jacinto Ahumada era serio, prolijo, de pocas palabras, trabajador. Llevaba muchos años en la estancia. Con la mujer bastante preñada y los dos hijos mayores palearon y pisotearon el adobe para la cocina, el piso bien parejo y de tierra, la pieza íntegra de chapa. No tardó en cumplir su sueño. Una tarde me acerqué para dejar instrucciones y la sorpresa fue grata: las calas y los narcisos creciendo a la vera de la zanja, la casita baja y pintada con cal, los chicos correteando y el hombre a la sombra del árbol tomándose un amargo.
– Péguese una refrescada, Don Federico, no va a encontrar mejor agua por aquí.
Bajó el brazo de la bomba y el líquido fluyó fresco y transparente; le hice caso, en enero siempre el calor es intenso.
– Lo felicito, Jacinto, hizo aquí un vergel.
– Gracias, Don.
– Juancito, tráigale una toalla limpia al señor y dígale a su madre que ponga a calentar la pava.
– Gracias, ando medio apurado, ya me los convidará otro día.

La Polaca llegó al campo y la señora Gertrudis consideró que podía ser útil para los trabajos de la casa grande. Mi tarea era administrar y con eso ya tenía bastante. Me pareció una mujer con poca salud y para peor con una polaquita colgada de su teta. Sabía que venían del norte, no mucho más.
En algo me equivoqué; resultó ser muy trabajadora y simpática, tanto que la señora mayor, cuando estaba, no quería que la atendiera otra que no fuera ella.
La polaquita creció, y los niños de los patrones, que la invitaban a sus juegos, también. A los quince, el mismo día de su cumpleaños, su madre, la polaca, se descompuso. La cargué en la camioneta para llevarla al pueblo. A las pocas horas la estábamos velando.
La señora Gertrudis dijo que la polaquita no podía permanecer ni un minuto más en la estancia. No pregunté por qué, no era mi trabajo. Con un atadito de ropa en la mano izquierda y su muñeca rubia de trapo en la derecha se fue.

Solo, el bolichero esperaba detrás del estaño la visita de algún parroquiano.
-¿Qué anda haciendo, Don Federico?
Al hombre le extrañó mi presencia.
– Sírvame una grapa y déjeme preguntarle por la polaquita, aunque no me lo crea me ha quedado el alma estrujada desde el mismo día en que salió de la casa grande.
– Linda esa gurisa, le puedo contar lo que escuché de la boca del mismo Jacinto. Dicen que casi siempre el hombre mamado habla verdades.

La chinita, atrevida como ella sola, golpeó las manos y Jacinto se asomó
– ¿Qué busca m´ija? –le preguntó relojeándola de arriba abajo.
– Trabajo y techo, don, puedo ayudar a la señora en sus tareas y si me lo pide puedo trabajar en la huerta, lo que ordene- le contestó resuelta.
– Entre –le ordenó.
– Decime: ¿Para qué la querés a esta chinita? –la mujer del Jacinto se resistió con poca suerte.
– Tranquila mujer, dele un plato de sopa y a dormir.
El Jacinto llegó una tarde y su hijo mayor jugaba con la polaquita, los dos muy entretenidos subidos a la horqueta de ‘su árbol’. Se acercó casi sin que se dieran cuenta; el batoncito dejaba a la vista las piernas blancas, no pudo evitar mirarla.
Era día de cobro y esa noche se vino pa´l boliche. La vuelta, de madrugada, al entrar en la cocina la vio. El colchón en el piso y otra vez las piernas blancas, sólo que esta vez las vio desnudas. Estaba lo suficientemente borracho, eso dijo. Se acostó a su lado, olió el perfume de su pelo. Sólo la mano le bastó para taparle la boca y la convirtió en su hembra. La polaquita apretó fuerte su muñeca rubia de trapo con la mano derecha.
Con la mirada fija en el vaso casi vacío vomito esta historia que me deja el gusto ácido y amargo que él mismo sentía.
A la mañana siguiente Jacinto se levantó. Necesitaba orinar; tenía una gran resaca. Salió del baño y al mirar su árbol la vio en la horqueta, colgada, sin sus lindos ojos celestes. Colgaba inerte, como de la mano derecha de la polaquita, la muñeca rubia…   

LA ABUELA, de Susana Gleiser

Tenía una valijita que contenía todos los recuerdos, cosas que guardaba de toda la vida. Preguntábamos qué es, qué es, y no aparecía la respuesta. Parecía que el misterio no iba a conocerse jamás.
Una tarde, mientras dormía sus siestas interminables, abrimos la valija y nos encontramos con ropas de muñecos guardados quién sabe desde cuándo. No se enojó; se animó y ahí contó la historia: 
Yo vivía en el gueto, en un lugar difícil, rodeada de imposibles, solo tenía mis manos... y mis deseos. Lo que encontraba, lo que caía en mis manos, se convertía en un vestido, un saquito, un pantalón, que me permitía meterme en la fantasía del futuro. No todo estaba terminado, eso iba a ser para alguien: los muñecos representaban a mis futuros hijos. Yo pensaba en el futuro y eso me permitía vivir cierta realidad, sobrevivir a la locura...  

UN VIOLINISTA EN EL SUBTE B, de Ricardo Aruj

El murmullo decrece, los diarios se pliegan, la atención en los celulares disminuye. Llega un momento en que la tecnología se rinde y el vagón se llena de luces: un joven toca el violín en el subte B. La melodía envuelve a los pasajeros que, bombardeados por la televisión, perciben que lo diferente los convoca a escuchar, sentir y pensar. El andar vertiginoso de los vagones se sucede y los acordes de la música se expanden por puertas y ventanas.
Él rompe paradigmas, interpreta la música clásica en un ámbito difícil de lograr. Al pasar por el puesto de diarios y revistas le escucho decir: “Estoy muy contento, Robertito, voy a musicalizarte más del negro Rada, va a impactar”, y sigue caminando con su equipo por el andén.
Pero algo, como ojos de pantera, acechaba en la oscuridad: al cruzar, él, que era todo vida, cayó sobre las vías para siempre. No había previsto el tercer riel.

TORMENTA DE VERANO, de Mónica Debuchy

Ellos no escucharon el pronóstico del tiempo. La radio estaba descompuesta y televisor no tenían, pero el hombre vio el cielo muy oscuro, con nubes grises, cercanas a la tierra  y de una forma extraña. Pensó que podía ser un tornado o un huracán. Entró a su casa, aseguró bien las ventanas y se sentó a esperar. Primero fue una gran calma. Ni una hoja se movía. El verde de los árboles tomaba un color brillante. El cielo se iba poniendo cada vez más oscuro, aunque todavía no era de noche.
Su mujer le preguntó si preparaba tortas fritas. Era una tradición en el campo comer tortas fritas los días de lluvia. Él le dijo que sí con la cabeza. Ella se puso un delantal blanco. Él encendió un cigarrillo y se sentó a esperar.
La calma fue interrumpida por un gran trueno, como si fuese el disparo que anuncia una largada. El viento comenzó a soplar con fuerza. Los árboles del jardín parecían marionetas moviendo todas sus ramas. El vibrar de los vidrios anunciaba lo que sucedía afuera. La lluvia arreciaba. El vidrio de un ventanal estalló dejando entrar un torbellino. El reloj cucú colgado en la pared se cayó, la puerta se abrió por el golpe y el pajarito voló aterrorizado a colocarse arriba de la estufa.
¡Qué raro! Siempre creí que el pajarito también era de madera, pensó el hombre.
Otro ventanal roto. Ya no sabía si estaba adentro o afuera. El agua entraba a torrentes. Seguramente se desbordó el arroyo, pensó otra vez el hombre. Todo volaba adentro de la casa. Papeles, cortinas, macetas. El maniquí que usaba su señora para coser los vestidos comenzó a correr por el living, saltando en su solo pie. Buscaba un lugar seguro. El agua cubría el piso, ya le llegaba a los tobillos. Los juguetes que había dejado su nieto sobre la alfombra empezaron a flotar. Pasaron un Pinocho de madera, una pelota amarilla y tres patitos de goma.
– ¿Para cuándo las tortas fritas? –gritó él-. Esto pasa en un momento.
Estaba harto de esa mujer tan indolente, que vivía cansada, a quien había que repetirle muchas veces las órdenes. Los dos tenían la misma edad, pero ella parecía más vieja. Añoró no estar en ese momento con la Teresa, la hija del capataz, veinte años menor que él, siempre cariñosa y con su cuerpo oliendo a lavanda en flor.
La mujer no respondió pero pensó: Viejo gruñón, ni las tormentas lo hacen callar. ¡Ojalá lo parta un rayo!, y se dirigió a la cocina, con el agua que ya le llegaba a las rodillas. Vio algo oscuro que venía hacia ella. Era su perro que pasaba nadando, seguido de una pequeño desfile acuático, que formaban un cepillo de dientes, sus botas de goma y la alfombra del baño.
Con el agua a la cintura buscó la cocina pero no la encontró. Sacó la harina del aparador, pero era imposible amasar si no encontraba la mesada. Cuando el agua le llegaba al cuello, un remolino la hizo girar, abrió los brazos y se dejó arrastrar por la corriente. Salió de su casa, aferrada a una silla y por una ventana. Consiguió treparse a la rama de un árbol del jardín, un roble de gran altura y se quedó allí, en medio de la oscuridad, hasta que pasó todo.
Al día siguiente un sol radiante iluminaba el caos. El agua había vuelto a su cauce normal. Ya no llovía. Bajó del árbol, entró a su casa y comenzó a ordenar. Le sacó al maniquí un mantel y una media de hombre que tenía enrollados en su cuerpo. Se rió al ver que Pinocho había perdido su nariz y sus colores. Los patitos de gomas nadaban felices dentro del inodoro y estuvo a punto de pisar al perro creyendo que era un felpudo (por suerte, él movió la cola por el reencuentro). Colocó su cepillo de dientes en el  botiquín y las botas de goma boca abajo para que se escurrieran. Tenía una gran sensación de paz, como si nada hubiese ocurrido. Se sentó en el sillón hamaca y cerró los ojos. Ya tendría tiempo de limpiar.
A su marido y al pajarito del reloj cucú nunca pudo encontrarlos. Seguramente aprovecharon la ocasión para levantar vuelo con rumbos inciertos y distintos.

RECEPCIÓN EN EL PARAISO, de Lucila Santa María

Apareció sonriente y desinhibida.
Nos acompañó en un recorrido por el jardín de la cabaña y dijo:
– Por unos días este paraíso también va a ser de ustedes.
Varias veces repitió que era lo más bello que había conocido y lo amaba con todas sus fuerzas. Compartimos su opinión asintiendo con la cabeza.
– ¿Desde cuándo vive aquí? –le pregunté.
– Tres semanas.
Se interesó en cómo habíamos llegado a un lugar tan escondido, lejos de nuestra casa.    
– Estuvimos hace. . . –comencé a decir.     
– Lo mío –me interrumpió – es producto de una larga historia, en la vida todo tiene un antecedente. Pasé varios años cuidando a mi madre y a un hermano, hasta que por suerte Dios les encontró un lugar junto a él, cerró la puerta y tiró las llaves. Por eso estoy aquí para recibirlos a ustedes. No teman –esbozó una sonrisa – no tiraré las llaves.
Preguntó cuándo habíamos estado allí. Me apuré a contestar:     
– Hace treinta años, en esa época no había nada.  
Odilia contó que una amiga le había conseguido el trabajo por un aviso en el diario.     
– Se pedía una persona de confianza, buena presencia y trato cordial y pensó en mí. Me presenté y me seleccionaron en cuanto me vieron.
Sacó del bolsillo de su delantal un paquete de cigarrillos y encendió uno.
– ¿Se puede…? –comenzó a preguntar mi hijo, Fausto.
– No me digas más, ya sé qué me vas a plantear, tengo mucho trato con adolescentes y les conozco todas las vueltas. Me vas a preguntar si podés fumar dentro de la cabaña y yo te respondo de ninguna manera.
Fausto me miró y movió sus labios sin voz: esta está loca. Y le respondió: – Pero yo no fumo, quiero saber si hay dónde alquilar una canoa.
Terminada la recorrida del jardín nos guió por un sendero entre pinos hasta la costa del lago. Era un atardecer cálido de cielo diáfano en el que se recortaba el perfil de las montañas. No había viento. El lago era un espejo donde nadaban algunas familias de avutardas.
– No hay duda, estamos en el paraíso –dije.
Ella enumeraba lo que veíamos:
– Pinos milenarios, el lago transparente, la playa de piedritas grises y leca, allá la costa lejana, la orilla de enfrente…
De vez en cuando se agachaba a recoger colillas de cigarrillos que encontraba tiradas, las guardaba en el bolsillo de un corto delantal que llevaba puesto sobre una calza anaranjada y nos explicaba:
– Una de estas tarda diez años en desintegrarse, yo quiero que mis nietos vivan en un mundo limpio y que puedan conocer estos lugares tal como yo los estoy viendo.
Subimos desde la playa hasta la cabaña. Odilia abrió la puerta y nombró cada lugar al que nos acercábamos: – Aquí está la cocina, el termotanque, la alacena, la mesa con sus sillas… Cualquier cosa si necesitan más, puedo agregar alguna.
Mi marido, Juan, le explicó:
– No va a hacernos falta porque somos tres personas nada más y hay seis sillas.
Pero ella insistió: – si recibieran visitas… –Aunque era imposible porque no conocíamos a nadie allí.       
Mostró lo lustrado que se encontraba el piso porque lo había encerado antes de nuestra llegada y cuánto trabajo le había dado ya que se había cortado la luz. Retiró las colchas de las camas para mostrarnos que las sábanas estaban limpias y planchadas. Y nos explicó que había armado el dormitorio para los tres juntos así no nos sentiríamos solos.
Al retirarse nos entregó las llaves y recomendó hacer un uso discrecional del gas porque era muy caro. Ya en el porche nos mostró qué lugares del jardín necesitaban más riego.
Retrocedió unos pasos para preguntarnos qué cenaríamos y explicó cómo llegar al único almacén con buenos precios que había en la zona.
– Es conveniente que hagan una cena liviana después de un viaje tan largo. ¡Ah!, una última cosa, no deben dejar las luces encendidas.
Hicimos escasas compras; las estanterías del almacén estaban casi vacías. Y nos fuimos a dormir antes de que anocheciera para no prender luces.
El día siguiente comenzó temprano y con mucho apetito. Odilia había prometido acercarnos el desayuno.
Pasada media mañana apareció con una bandeja. Se excusó diciendo que como se acostaba tarde le era difícil levantarse y aún tenía que ir a comprar el pan. Le pidió a Juan que la llevara con el auto. Ya en el negocio agregó a la compra manteca, dulce, harina, entre otros productos, además de dos paquetes de cigarrillos. Prometió que más tarde devolvería el dinero gastado.

Habíamos organizado ese viaje como festejo de mi cumpleaños.
En una de las asiduas visitas de Odilia, Juan le comentó la fecha y le preguntó qué lugar nos recomendaba para ir a cenar. Nombró varios pero ninguno la convencía del todo. De todos modos agregó que para llegar a cualquiera de ellos íbamos a necesitar de su guía.
Llegó el esperado día. Nos quedamos sin desayuno porque Odilia recién vino por la tarde. Se disculpó y trajo una torta hecha por ella y luego algunas sillas.  
– Me tomé el atrevimiento, mi reina, de invitar a algunos vecinos. Le dije a Perla la dueña del almacén, a Eusebio, el encargado del camping, un hombre macanudo con quien converso todas las tardes. A los dueños de la hostería, es gente nueva, y a los mozos que pasan la temporada aquí y no tienen a su familia.
Poco tiempo después me encontré rodeada de gente desconocida que hablaba entre sí. Juntas soplamos la velita.
Perla se dirigió al perchero y se puso mi campera porque tenía frío. Eusebio se adueñó de la heladera y sacó todas las bebidas que encontró. Revisó la alacena y puso en la mesa los comestibles que consideró adecuados. Cuando fui al dormitorio para buscar un abrigo, encontré a uno de los mozos acostado en la cama de mi hijo.
Salimos los tres para buscar un lugar donde cenar. En cuanto Odilia escuchó el motor del auto salió corriendo a nuestro encuentro:
– ¡Ah, picarones! Se quieren ir a cenar sin nosotros, pero a esta hora no van a encontrar nada abierto.
Juan abrió grande los ojos y respiró profundo, aceleró y salió picando en una nube de tierra. Buscamos alguno de los lugares que había mencionado Odilia. Luego de dar muchas vueltas encontramos el que funcionaba en la hostería, pero estaba a oscuras. 
Las visitas se retiraron entrada la noche, luego de haber comido nuestras escasas provisiones.

Pasados unos días Odilia nos comentó una idea que había puesto en marcha:
– Como ustedes son solo tres y aquí hay lugar, van a compartir la cabaña con una familia que recién llega. Trajeron una carpa que van a armar en el jardín. Ah, Juan, ya que va a salir, necesito que me lleve a hacer las compras para el desayuno de mañana. Vamos al almacén de Perla.
Cuando regresamos la carpa había sido ubicada cerca de la tranquera. Por el cierre entreabierto se asomaba un bollo de ropa que pude reconocer: algunas medias, bombachas y calzoncillos esparcidos por el jardín señalizaban el camino hasta la cabaña. Más tarde vi a Odilia atravesar el jardín rumbo al lago con mi gorro y mis botas. 

LA FERIA, de Eleonora Delfino


– Yo que vos aflojo. Dicen que las bolitas son gauchitas. Además se la ve limpia.
– No sé.
– ¿Sos cagón? ¿Con los años te volviste puto? Mucho salir con tu hermano y te contagió.
– ¡ Qué pelotudo sos! ¿Si se entera la Gladis?
– No se va a enterar. Acá todos tumba.
– ¿Qué va a llevar?
– Primero, buen día. Un poco de educación no viene mal.
– Buen día, doña. ¿Va a llevar algo?
– ¿A cuánto está el bacalao?
– ¡Mire el papel del precio!
– Muy caro.
– Adiós, doña. Buen día. Que la pase bien con su marido.
– Gracioso.
– No sé. Capaz que le doy. ¿Si se preña? Dicen que las mirás y chau... Lo hacen para enganchar a un argento.
– Me llevo un kilo de merluza. ¿Está fresca?
– Recién bañadita.
– Fijate que sean parejitos, son para el horno.
– Par-e-ijitus y chucuchucuchuch...
– Guampa, ¿cómo estás?
– ¿Vos, guampa?
– ¿ Te quedó algo para mí de ayer? La bolita me regaló algunos duraznos y tomates bastante lindos. Tiene buen corazón.
– Y culo.
– ¿Se lo viste debajo de esa pollera larga?
– No sé para qué son tan largas.
– Para mear sin verle la “cosita”.
– ¿En la calle?
– ¿Nunca las viste?
– Ojo, te está mirando.
– ¿Quién?
– Guampa, no te metas. Me quedaron cartones, ¿te los llevás?
– Con ese olor a pescado. Metete los cartones en el...
– Pará con la boquita.
– Estúpido.
– Estúpido vos. Andá a juntar cartones a otro lado.
– Estúpído.
– Sigue este viejo de mierda. Te voy a romper la jeta.
– No te vayas del tema. Volviendo a la Rosita. Ahí viene.
– Juan, me voy. Que tengas un buen día y mejor tardecita.
– Hola, buena moza. ¡Qué ojos! Negros profundos. Cuánto daría por penetrar en ellos y encontrar sus secretos.
Chau, Juancito. ¿Tenés forros? Con esos no se preñan ni estas. Está regalada, macho. Viste el dicho a caballo: en este caso, a yegua regalada no se le...
– Salí , boludo.
– Rosita, disculpe. ¿Qué necesita?
– Le quería preguntar, Don Juan, si usted tendría monedas de un peso para facilitarme. Me he quedado con ninguna y usted sabe que los clientes...
– Tome. No me dé el cambio. Después paso por unos limones.
– Gracias Don Juan, usted siempre tan amable y considerado. Muchas gracias.
– De nada señorita. Porque es señorita...
– Sí. Señorita.
– En su país habrá dejado a algún enamorado...
– No, qué más. Sí, dejé a mis padres y hermanos, con mucha tristeza.
– Perdón que interrumpa. Juan, ¿me fiás unos camarones?
– Me debés de la semana pasada una merluza.
– Te pago el sábado. ¿No sabés qué número salió?
– El 04.
– La cama. ¿Lo agarraste?
– Ni ahí. ¿La cama?
– 04. La cama.
– Ya te entendí, boludo.
– ¿Se la querés dar a alguna?
– ¿Por qué?
– Repetiste la cama dos veces. ¿A quién? ¿De acá? Te pusiste colorado. ¿La esposa del Tucho?
– No, boludo. Con la cuchilla me la corta en fetas.
– ¡Qué dolor! Después hace embutidos con ella.
– Tiene para dos o tres kilos.
– Se agrandó Chacarita.
– Don Juan, ¿tiene mejillones?
– Congelados.
– Pero no tienen gusto...
– No los lleve. A la bolita.
– ¿Qué bolita? No te puedo creer. ¿Le dijiste algo?
_ No. Se la pasa mirándome. Viene por cualquier pelotudez. No me mira a los ojos. Baja la vista y ya la encontré dos o tres veces con la vista fija en el bulto.
– Ja. No te puedo creer.
– ¿No sabés decir otra cosa? NO TE PUEDO CREER.
– Es que no te puedo...
– Basta. Me calienta con esa carita de yo no fui. Siempre diciendo: Disculpe Don Juan, usted tan amable Don Juan, usted tan considerado Don Juan. ¿Por qué no me la pone, usted que es tan amable y considerado?
– ¿Te lo dijo?
– No, boludo. No con palabras pero...
– No te puedo creer. ¿Y querrá conmigo también?
– No sé. Primero dejame a mí y después le pregunto. No creo que tenga problema. Viste cómo son.
– ¿De qué hablan ustedes dos? Después no tienen plata para pagar el alquiler.
– Doña Catalina, ¿cómo está?, ¡qué alegría verla!
– Juancito, después seguimos charlando.
– Sí, vos escapate que después paso por la panadería.
– Juan, es 18 y ni miras del alquiler.
– Doña, mire, tengo el boliche vacío. ¿Qué quiere que haga? Ni un mango.
– Te espero hasta el 25. Si no, te mandás a mudar. Tengo una cola para alquilar. Hoy nomás vino uno que quiere poner una pollería. Pensalo. Si no van bien las cosas...
– ¿Qué cosas?
– ¿En qué estás pensando muchacho? Esta juventud está perdida. No quieren trabajar. Hasta quieren irse de vacaciones. En mi época, el sacrificio era lo primero. Ahora el celular, el auto... Están todos perdidos. El 25 o te vas...

A las tres cierro. Total no viene nadie y voy de la Rosita a pedirle los limones... No puedo dejar de pensar. La culpa es de Pedro que me da manija. Y yo soy solo un hombre con necesidades. Ella me mira siempre ahí abajo. Espero que no se desilusione. Tampoco es gran cosa.

– Doña Rosita, ¿cerró?
– No, Don Juan, pase. ¿Viene por los limones?
– Y algo más…
– ¿Qué necesita? Don Juan, usted siempre tan educado y caballero. No es como los demás. Como el señor Pedro o el panadero. Son gentes muy groseras que siempre están con malos pensamientos y creen que porque una es una inmigrante no tiene moral y buenas costumbres. Yo creo mucho en diosito que me protege y siempre le pido que me mande a un hombre como usted. Tan considerado y que quiere tanto a su esposa y a sus hijos que sería incapaz de engañarles en su buena fe. Bueno, no lo entretengo más con estas palabras. ¿Qué otra cosa quiere, mi querido amigo Don Juan?
– No. Solo un kilito de papas que me pidió la Gladis para la cena.

Ladrillos por palabras

Un obrero parte de un montón de ladrillos sin significación especial excepto como ladrillos para -bajo la orientación de un constructor que a su vez sigue los cálculos de un ingeniero obediente al proyecto de un arquitecto- levantar una casa. Un montón de ladrillos es un montón de ladrillos. No existe en él belleza específica. Pero una casa puede ser hermosa si el proyecto de un buen arquitecto contara, para estructurarlo, con los cálculos de un buen ingeniero y la vigilancia de un buen constructor en cuanto al buen acabado del trabajo en ejecución en manos de un buen obrero.
Cámbiense los ladrillos por palabras, colóquese al poeta, subjetivamente, en la cuádruple función de arquitecto, ingeniero, constructor y obrero, y ahí se tendrá lo que es la poesía.

Vinicius de Moraes. "Sobre poesía" (fragmento). Tomado de: Para vivir un gran amor. 

LA CUENTA, de Matías Lago

– ¿Cómo estuvo eso?
– Excelente.
– Comimos como bestias.
– Sí. ¡Qué manera de morfar!
– ¿Van a querer algo de postre?
Los dos viejos amigos se reclinaron en sus sillas, satisfechos. Uno de ellos, sin demasiado disimulo, se aflojaba el cinturón.
– Nah… Gracias.
– ¿Un cafecito?
– Eh… un café puede ser. Para bajar, ¿no?
– Dos cafés entonces.
– Dos cafés y la cuenta traeme.
Todo pintaba muy bien: reinaba el buen humor, mi recomendación había causado sensación (las costillitas de cerdo a la riojana nunca fallan) y, modestia aparte, la atención había sido excelente. Por lo que ya podía prever una jugosa propina mientras me acercaba al mostrador.
– ¡Dos cafés para la ocho y cerrámela!
Mientras esperaba que salieran los cafés los miraba desde la barra. Estaban alegres, pero no solo por la alegría que trae bajarse dos tubos de vino; había algo más, transmitían esa felicidad que solo sienten dos viejos amigos cuando se reencuentran. Me caían bien los dos gorditos, evidentemente los unía un vinculo de años, de esos muy difíciles de romper.
– Dos cafés. ¿Azúcar o edulcorante?
– Azúcar. ¿O nos viste cara de estar a dieta a nosotros?
El chiste desató una nueva carcajada. Yo le entregué la cuenta a quien me la había pedido, pero inmediatamente el otro se la arrebató de las manos.
– ¿Qué hacés?
– Yo invito.
– ¡Dejate de joder!
– La última vez pagaste vos.
– ¿Qué última vez? Traé para acá, no me hagas calentar…
Volví a la barra. La discusión no alteraba mi pronóstico, al contrario. Es común, cuando los clientes discuten sobre quién va a pagar, que el que no lo hace termine dejando una suculenta propina como para no quedar como un miserable ante el pagador.
– ¡Mirá que me enojo en serio, ¿eh…?, me enojo!
– ¿Te enojás? Me enojo yo.
La discusión iba subiendo el tono. Los clientes de las mesas más cercanas empezaban a interesarse por lo que pasaba cuando uno de ellos levantó la mano para llamarme. No iba a ser fácil, los dos tenían sus billetes en la mano. Apenas me acerqué empezó lo peor.
– Cobrame a mí
– No, tomá, combrame a mí que vengo siempre.
Sus ademanes se agigantaban a medida que avanzaba la discusión. Cuando yo amagaba con cobrarle a uno el otro me agarraba la mano para impedirlo. Tanta gesticulación provocó la rotura de una copa y me dio la excusa perfecta para tomar distancia. Otra vez junto a la barra me quedé esperando. No creía ser yo quien tuviese que decidir quién debía pagar la cuenta.
– ¡Siempre hacés lo mismo, dejame de hinchar la pelotas! Yo te invité, yo pago.
– ¿Pero qué te crees, que no puedo pagar una comida?
Como si se tratase de dos niños, uno de ellos trataba de meter unos billetes en el bolsillo de la camisa del otro. A esa altura ya todo el local estaba al tanto del ridículo que estaban montando. Todos menos ellos dos.
Entonces el encargado, desde la caja,  me clavó la mirada. Quizá me miraba desde hacía rato. No lo sé.
– Andá boludo. ¿Qué esperás?
– Pero… ¿a quién le cobro?
– ¿Qué importa? Cobráles.
Me acerqué a la mesa, titubeando, porque la verdad que todavía no sabía a quién iba a complacer y a quién no. Pero ya no importaba, porque cuando estaba llegando uno de ellos agarró la botella de Vasco Viejo y se la partió en la cabeza a su amigo. A partir de ahí todo el local era gritos y llantos. Los dos gorditos se daban sin asco. Los chicos que había cerca lloraban de lo lindo. La sangre brotaba de la cabeza del cristiano como una canilla. Para defenderse, agarró el tramontina con el que hasta hacía unos minutos cortaba las costillitas y empezó a tirar zarpazos. El otro, con menos suerte, llegó a manotear un tenedor y una silla para protegerse. Ya no discutían. Callados, llenos de sangre, uno frente a otro, se medían como dos gladiadores. Los clientes más valientes se acercaron para separar. Entonces empezaron los forcejeos entre los que tenían a uno y los que tenían al otro. No faltó mucho para que algunos de ellos empezaran a tomar partido, aprovechando la oportunidad para desahogar su violencia contenida. Segundos después ya era una batalla campal. Ni siquiera se distinguía a los dos amigos entre la montaña de tipos que se daban a más no poder.
– ¡Policía! ¡Todos contra la pared!
Estamos salvados pensé yo, que estaba a apenas un metro del epicentro del caos sin saber qué hacer. Pero nadie parecía estar dispuesto a obedecer semejante orden. Los agentes, en su afán por apaciguar a los violentos, garrote en mano, terminaron por romper lo poco que quedaba sano. Hasta Alberto, un cliente de todos los días que viene a comer solo, que seguía entrándole a sus ravioles (actitud que debió haber resultado sospechosa) terminó cobrando. Yo, por suerte, salí intacto.
Minutos después en el local destrozado ya no quedaba nadie. Solo el encargado y los empleados. Los demás: algunos en cana, otros en el hospital y alguno que otro, que supo aprovechar la situación, en su casa, con la panza llena y el bolsillo también. Yo también estaba en casa. Confundido, triste y desempleado.

FELIZ CUMPLEAÑOS, de María Isabel Cánepa

Ella se había dormido no bien apoyó la cabeza sobre la almohada. Cumplir veintiún años y rendir Derecho Comercial todo el mismo día la había dejado agotada. El karma de los que cumplen en marzo. Pero no había querido perder la oportunidad de sacarse de encima esa materia que odiaba. Claudia fue a cenar con sus padres, abuelas y hermano a un restaurant muy formal cercano a la Facultad. Se aburrió bastante, como era habitual en esas reuniones familiares, pero no perdió la sonrisa. ¡Había aprobado otro final! El festejo con los amigos iba a ser el sábado siguiente.
Su hermano mayor, Alejandro, subió a cambiarse de ropa y al poco rato fue al bar de siempre. Su madre no tardó mucho más que ella en dormirse. No porque estuviera cansada, sino gracias a la pastilla blanca que había tomado.
Su padre se cercioró de que las dos estaban dormidas y descolgó el teléfono (no fuera cosa que alguien llamara para saludarla). Sin prisa pero sin pausa, fue sacando toda su ropa del placard y la acomodó en dos valijas. Sacó del taparrollo la mitad de los ahorros que habían juntado durante varios años y puso el resto sobre la mesa del comedor. Al lado colocó un documento donde cedía la parte de la propiedad que le correspondía a sus hijos. Lo había firmado delante de un escribano amigo.
Todo estaba listo. Se sentó y encendió un cigarrillo. Mientras lo saboreaba, escribió una nota: Son mayores de edad y pueden hacerse cargo de su vida. Su padre ya cumplió. Adiós.
Salió, le dio dos vueltas a la cerradura de la puerta y cargó las dos valijas en el auto que había dejado estacionado a pocos metros. Arrancó despacio y aceleró al doblar la esquina. A las veinte cuadras, más o menos, tiró las llaves de la casa en una alcantarilla.
Cuando Alejandro volvió a la madrugada, se encontró con todo ese montaje y las despertó a los gritos. Su madre inspeccionó el documento de cesión, tomó otra pastilla y volvió a acostarse. Claudia leyó y releyó la despedida de su padre. Después intentó calmar a Alejandro. Fue en vano. Como lo vio muy sofocado, intuyó otro ataque de asma. Cuando fue a llamar a la emergencia médica, como nadie podía verla, se agarró la cabeza con las manos unos segundos. Después discó.