ACORRALADO, de Emir Fernández


Se dio cuenta de que lo estaban persiguiendo y apuró el paso. No sabía qué hacer para escapar. La última vez casi lo agarran cuando intentó huir al Uruguay. En la calle solitaria solo se escuchaba el retumbar de sus pasos. Nunca pensó que el éxito de aquellos operativos del pasado, con el tiempo le acarrearía tantos problemas. Era evidente que alguno lo había traicionado. "Tal vez fue el capitán Bermúdez, siempre fue un cobarde, con seguridad habló más de la cuenta y descubrió lo que nos habíamos juramentado callar para siempre", pensó.
Ahora el problema consistía en cómo escapar, pero no le encontraba la vuelta. Con la captura recomendada no podría salir del país. Estaba acorralado, como tantas veces le había ocurrido al enemigo. Si se entregaba solo lograría ir a la cárcel. Llegó hasta la orilla del río, sacó el arma y la colocó en su sien.

LLUVIA EN LA QUEBRADA, de Eduardo Chiossoni


El clima en la quebrada estaba bravo. Después de la siesta, desde el oeste se vino el agua… fuerte. La Jesusa Condomí apura su puntita de cabras para llegar pronto al corral, palo y piedra en el fondo del valle.
Las nubes corren, se empujan y engordan en el cielo gris y como un toldo plomizo van cubriendo el sol, dejando ver apenas una rayita celeste en el filo del cerro.
Llueve. Gruesas gotas comienzan a caer; primero espaciadamente, sonido sordo sobre la tierra sedienta abrasada por el sol de enero; después una cortina de agua que solo la deja ver unos metros adelante.
Falta un trecho para la bifurcación y está dudando: ¿le conviene seguir hasta el corral?
¿O mejor se llega a lo de su comadre, la Rosa Centurión, que tiene su ranchito a la orilla del monte de lapachos?
“En lo de la Rosa voy a poder capear la lluvia”, piensa, y cuando llega a la encrucijada, toma la huella de la derecha.
Empapada, Jesusa baja la barranquita y se prepara para vadear el arroyo, que a esta altura del temporal había ganado caudal y fuerza.
Una por una, vigila que sus cabras pasen sanas y salvas. Cuando todas pasan, ella cruza también.
La senda es un barrial y cada paso le cuesta más, pero la esperanza de un refugio para sus animales la impulsa.
Llegando a lo de la Rosa, le pica el aguijón de la curiosidad: El corral de palo a pique está abierto y las cabras de su vecina no se ven por ningún lado.
Mira hacia el ranchito y ve que no hay humo. Inquieta se lleva la mano a la cintura y acaricia el cabo del machete que la defiende de todo mal… hombre o bestia.
Se asoma al corral y se horroriza: Rosa y sus animales están muertos en un baño de sangre.
“Puma”, piensa, y de un tirón desprende el machete mientras con la otra mano enrolla su poncho en el antebrazo.
Desesperada, corre hacia sus cabras, pero antes de llegar oye el rugido que le hiela la sangre.
En la rama más baja de un lapacho, con el morro rojo como la muerte y ojos de fuego, está el terror agazapado.
Se miran unos instantes con sabor a eternidad, hasta que la bestia se deja caer con salto elástico.
Frente a frente, tiemblan ambos su miedo y su coraje.
Rosa quita de su frente los cabellos mojados y sus nudillos están blancos de tanto apretar la empuñadura de su acero.
Un trueno desgarra el silencio y vuelve a llover en la quebrada; la primitiva historia del hombre contra la bestia termina.
Desde esa tarde de tormenta hay un puma menos en la quebrada y Jesusa tiene otro cuero curtido para vender en el pueblo.

JUGUETES, de Marta Burdeos


Todo pasa rápidamente por mis ojos, en una lucha contra el tiempo. Las imágenes corren por la ventanilla del colectivo como una película a gran velocidad. A veces así se me pasa la vida sin darme cuenta.
De pronto la marcha se detiene y puedo observar con detalle la vidriera de una juguetería y, como si el tiempo retrocediera, vuelvo a los años de mi niñez. Mi asombro, al descubrir esas piecitas de madera, me hizo exclamar: ¡Eso es lo que yo quería! Los mueblecitos justo a la medida de aquellas muñecas que tenía y ya se rompieron.
Pero hay una que aún conservo. La que tiene cuerpo de porcelana y pelo castaño que parece natural (no de plástico). Tiene los brazos y piernas flojas, y le falta la mano derecha, que está guardada en una cajita dentro del costurero.
No sé cómo se salvó de tantos juegos, de tantas mudanzas, y no fue a parar a los cajones llenos de juguetes desarmados que pronto terminaban en la basura.
Era especial, era mi preferida.
Ahora quedó como adorno de antigüedad en un estante de mi cuarto. De vez en cuando, si nadie me ve, la peino y le arreglo el vestido. Su carita sigue sonriéndome como antes, cuando era una niña feliz sin preocupaciones. Solo me importaba pasearla en su cochecito y darle de comer. ¡Cómo me hubiese gustado tener estos muebles de cocina!
Es una testigo silenciosa de mi vida. Me acompaña, me espera y pase lo que pase siempre sonríe. A veces me pregunto cómo me verá desde su interior. ¿Sentirá que la he abandonado en un rincón..., que he perdido toda la magia del juego?
Tal vez ya tendría que deshacerme de ella. A mi hija, de pequeña, nunca le llamó la atención. No reparó en esa carita graciosa con ojos vivaces que se abren al sentarse y se cierran cuando se inclina hacia atrás.

Al final de mi viaje algo extraño pasó. Cuando volví a casa me acerqué a ella y al mirarla advertí que su manito derecha curiosamente estaba pegada al brazo y sus piernas habían sido unidas entre sí por un elástico que las mantenía sujetas al cuerpo.
Yo la guardo…quizás para una nieta o simplemente para mí.

LA POLAQUITA, de Oscar Sánchez


– Hay un lindo árbol que tendrá mis años, ¿sabe? Lo veo crecer fuerte, casi como a uno de mis hijos. Y se me antojó un sueño, quisiera poder matear con la patrona debajo de su sombra. Si me lo permite, Don Federico, me haría un ranchito allí; es apenas una lonja de terreno pegado al tambo de Doña Julia. Desde boyero lo vengo viendo crecer. Ya sé, no me diga, está cerca el bañado y puede inundarse. Con unas carradas de tierra lo levanto un poco. Gracias, Don Federico, lo voy a invitar con los primeros mates que tome en mi rancho.
Jacinto Ahumada era serio, prolijo, de pocas palabras, trabajador. Llevaba muchos años en la estancia. Con la mujer bastante preñada y los dos hijos mayores palearon y pisotearon el adobe para la cocina, el piso bien parejo y de tierra, la pieza íntegra de chapa. No tardó en cumplir su sueño. Una tarde me acerqué para dejar instrucciones y la sorpresa fue grata: las calas y los narcisos creciendo a la vera de la zanja, la casita baja y pintada con cal, los chicos correteando y el hombre a la sombra del árbol tomándose un amargo.
– Péguese una refrescada, Don Federico, no va a encontrar mejor agua por aquí.
Bajó el brazo de la bomba y el líquido fluyó fresco y transparente; le hice caso, en enero siempre el calor es intenso.
– Lo felicito, Jacinto, hizo aquí un vergel.
– Gracias, Don.
– Juancito, tráigale una toalla limpia al señor y dígale a su madre que ponga a calentar la pava.
– Gracias, ando medio apurado, ya me los convidará otro día.

La Polaca llegó al campo y la señora Gertrudis consideró que podía ser útil para los trabajos de la casa grande. Mi tarea era administrar y con eso ya tenía bastante. Me pareció una mujer con poca salud y para peor con una polaquita colgada de su teta. Sabía que venían del norte, no mucho más.
En algo me equivoqué; resultó ser muy trabajadora y simpática, tanto que la señora mayor, cuando estaba, no quería que la atendiera otra que no fuera ella.
La polaquita creció, y los niños de los patrones, que la invitaban a sus juegos, también. A los quince, el mismo día de su cumpleaños, su madre, la polaca, se descompuso. La cargué en la camioneta para llevarla al pueblo. A las pocas horas la estábamos velando.
La señora Gertrudis dijo que la polaquita no podía permanecer ni un minuto más en la estancia. No pregunté por qué, no era mi trabajo. Con un atadito de ropa en la mano izquierda y su muñeca rubia de trapo en la derecha se fue.

Solo, el bolichero esperaba detrás del estaño la visita de algún parroquiano.
-¿Qué anda haciendo, Don Federico?
Al hombre le extrañó mi presencia.
– Sírvame una grapa y déjeme preguntarle por la polaquita, aunque no me lo crea me ha quedado el alma estrujada desde el mismo día en que salió de la casa grande.
– Linda esa gurisa, le puedo contar lo que escuché de la boca del mismo Jacinto. Dicen que casi siempre el hombre mamado habla verdades.

La chinita, atrevida como ella sola, golpeó las manos y Jacinto se asomó
– ¿Qué busca m´ija? –le preguntó relojeándola de arriba abajo.
– Trabajo y techo, don, puedo ayudar a la señora en sus tareas y si me lo pide puedo trabajar en la huerta, lo que ordene- le contestó resuelta.
– Entre –le ordenó.
– Decime: ¿Para qué la querés a esta chinita? –la mujer del Jacinto se resistió con poca suerte.
– Tranquila mujer, dele un plato de sopa y a dormir.
El Jacinto llegó una tarde y su hijo mayor jugaba con la polaquita, los dos muy entretenidos subidos a la horqueta de ‘su árbol’. Se acercó casi sin que se dieran cuenta; el batoncito dejaba a la vista las piernas blancas, no pudo evitar mirarla.
Era día de cobro y esa noche se vino pa´l boliche. La vuelta, de madrugada, al entrar en la cocina la vio. El colchón en el piso y otra vez las piernas blancas, sólo que esta vez las vio desnudas. Estaba lo suficientemente borracho, eso dijo. Se acostó a su lado, olió el perfume de su pelo. Sólo la mano le bastó para taparle la boca y la convirtió en su hembra. La polaquita apretó fuerte su muñeca rubia de trapo con la mano derecha.
Con la mirada fija en el vaso casi vacío vomito esta historia que me deja el gusto ácido y amargo que él mismo sentía.
A la mañana siguiente Jacinto se levantó. Necesitaba orinar; tenía una gran resaca. Salió del baño y al mirar su árbol la vio en la horqueta, colgada, sin sus lindos ojos celestes. Colgaba inerte, como de la mano derecha de la polaquita, la muñeca rubia…   

LA ABUELA, de Susana Gleiser

Tenía una valijita que contenía todos los recuerdos, cosas que guardaba de toda la vida. Preguntábamos qué es, qué es, y no aparecía la respuesta. Parecía que el misterio no iba a conocerse jamás.
Una tarde, mientras dormía sus siestas interminables, abrimos la valija y nos encontramos con ropas de muñecos guardados quién sabe desde cuándo. No se enojó; se animó y ahí contó la historia: 
Yo vivía en el gueto, en un lugar difícil, rodeada de imposibles, solo tenía mis manos... y mis deseos. Lo que encontraba, lo que caía en mis manos, se convertía en un vestido, un saquito, un pantalón, que me permitía meterme en la fantasía del futuro. No todo estaba terminado, eso iba a ser para alguien: los muñecos representaban a mis futuros hijos. Yo pensaba en el futuro y eso me permitía vivir cierta realidad, sobrevivir a la locura...