LA CUENTA, de Matías Lago

– ¿Cómo estuvo eso?
– Excelente.
– Comimos como bestias.
– Sí. ¡Qué manera de morfar!
– ¿Van a querer algo de postre?
Los dos viejos amigos se reclinaron en sus sillas, satisfechos. Uno de ellos, sin demasiado disimulo, se aflojaba el cinturón.
– Nah… Gracias.
– ¿Un cafecito?
– Eh… un café puede ser. Para bajar, ¿no?
– Dos cafés entonces.
– Dos cafés y la cuenta traeme.
Todo pintaba muy bien: reinaba el buen humor, mi recomendación había causado sensación (las costillitas de cerdo a la riojana nunca fallan) y, modestia aparte, la atención había sido excelente. Por lo que ya podía prever una jugosa propina mientras me acercaba al mostrador.
– ¡Dos cafés para la ocho y cerrámela!
Mientras esperaba que salieran los cafés los miraba desde la barra. Estaban alegres, pero no solo por la alegría que trae bajarse dos tubos de vino; había algo más, transmitían esa felicidad que solo sienten dos viejos amigos cuando se reencuentran. Me caían bien los dos gorditos, evidentemente los unía un vinculo de años, de esos muy difíciles de romper.
– Dos cafés. ¿Azúcar o edulcorante?
– Azúcar. ¿O nos viste cara de estar a dieta a nosotros?
El chiste desató una nueva carcajada. Yo le entregué la cuenta a quien me la había pedido, pero inmediatamente el otro se la arrebató de las manos.
– ¿Qué hacés?
– Yo invito.
– ¡Dejate de joder!
– La última vez pagaste vos.
– ¿Qué última vez? Traé para acá, no me hagas calentar…
Volví a la barra. La discusión no alteraba mi pronóstico, al contrario. Es común, cuando los clientes discuten sobre quién va a pagar, que el que no lo hace termine dejando una suculenta propina como para no quedar como un miserable ante el pagador.
– ¡Mirá que me enojo en serio, ¿eh…?, me enojo!
– ¿Te enojás? Me enojo yo.
La discusión iba subiendo el tono. Los clientes de las mesas más cercanas empezaban a interesarse por lo que pasaba cuando uno de ellos levantó la mano para llamarme. No iba a ser fácil, los dos tenían sus billetes en la mano. Apenas me acerqué empezó lo peor.
– Cobrame a mí
– No, tomá, combrame a mí que vengo siempre.
Sus ademanes se agigantaban a medida que avanzaba la discusión. Cuando yo amagaba con cobrarle a uno el otro me agarraba la mano para impedirlo. Tanta gesticulación provocó la rotura de una copa y me dio la excusa perfecta para tomar distancia. Otra vez junto a la barra me quedé esperando. No creía ser yo quien tuviese que decidir quién debía pagar la cuenta.
– ¡Siempre hacés lo mismo, dejame de hinchar la pelotas! Yo te invité, yo pago.
– ¿Pero qué te crees, que no puedo pagar una comida?
Como si se tratase de dos niños, uno de ellos trataba de meter unos billetes en el bolsillo de la camisa del otro. A esa altura ya todo el local estaba al tanto del ridículo que estaban montando. Todos menos ellos dos.
Entonces el encargado, desde la caja,  me clavó la mirada. Quizá me miraba desde hacía rato. No lo sé.
– Andá boludo. ¿Qué esperás?
– Pero… ¿a quién le cobro?
– ¿Qué importa? Cobráles.
Me acerqué a la mesa, titubeando, porque la verdad que todavía no sabía a quién iba a complacer y a quién no. Pero ya no importaba, porque cuando estaba llegando uno de ellos agarró la botella de Vasco Viejo y se la partió en la cabeza a su amigo. A partir de ahí todo el local era gritos y llantos. Los dos gorditos se daban sin asco. Los chicos que había cerca lloraban de lo lindo. La sangre brotaba de la cabeza del cristiano como una canilla. Para defenderse, agarró el tramontina con el que hasta hacía unos minutos cortaba las costillitas y empezó a tirar zarpazos. El otro, con menos suerte, llegó a manotear un tenedor y una silla para protegerse. Ya no discutían. Callados, llenos de sangre, uno frente a otro, se medían como dos gladiadores. Los clientes más valientes se acercaron para separar. Entonces empezaron los forcejeos entre los que tenían a uno y los que tenían al otro. No faltó mucho para que algunos de ellos empezaran a tomar partido, aprovechando la oportunidad para desahogar su violencia contenida. Segundos después ya era una batalla campal. Ni siquiera se distinguía a los dos amigos entre la montaña de tipos que se daban a más no poder.
– ¡Policía! ¡Todos contra la pared!
Estamos salvados pensé yo, que estaba a apenas un metro del epicentro del caos sin saber qué hacer. Pero nadie parecía estar dispuesto a obedecer semejante orden. Los agentes, en su afán por apaciguar a los violentos, garrote en mano, terminaron por romper lo poco que quedaba sano. Hasta Alberto, un cliente de todos los días que viene a comer solo, que seguía entrándole a sus ravioles (actitud que debió haber resultado sospechosa) terminó cobrando. Yo, por suerte, salí intacto.
Minutos después en el local destrozado ya no quedaba nadie. Solo el encargado y los empleados. Los demás: algunos en cana, otros en el hospital y alguno que otro, que supo aprovechar la situación, en su casa, con la panza llena y el bolsillo también. Yo también estaba en casa. Confundido, triste y desempleado.

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