La luna era un
óvalo verdoso. ¿Un óvalo verdoso la luna? Yo la veía así, detrás del arco
perfecto de ese ser doblado en un semicírculo, suspendido en el vacío como si
lo sostuvieran hilos invisibles.
Las piernas juntas
pegadas una con la otra, los brazos extendidos y separados en un ángulo agudo y
la cabeza erguida entre ambos.
Un minuto, solo un
minuto permanecería así en el aire sobre el fondo verde azulado de un cielo
increíble.
Me pareció
surrealista la escena, con ese mar embravecido allá abajo y las olas
gigantescas estrellándose contra las rocas impávidas, que por siglos las habían
desafiado.
¿Fue solo un
minuto? ¿Pude pensar tantas cosas en un minuto?
¿Y en ese mismo
tiempo sentir también el terror de que su clavado no tuviera éxito?
¡Como pude estar
allí expuesta a tantos sentimientos que solamente duraban un minuto!
¿Llevó también un
minuto, allí sobre el acantilado en esa noche de luna ovalada y verdosa, acordar
los términos del desafío?
– Linda luna para
un clavado, miren el agua burbujeante allá abajo –dijo Hernán.
– ¿Estás loco? ¿Te
animarías acaso? –preguntó Álvaro.
– Lo hice tantas
veces.
– ¡Pero nunca de
noche! –acotaron.
Y fue el bastardo
de Hugo que nunca puede con su instinto perverso y que por más de un motivo
quiere a Hernán fuera de su camino, sobre todo en lo que respecta a mí, quien
le hizo el ofrecimiento.
– Mi porsche nuevo,
si te animás.
– Hecho.
Y se dieron la mano en el silencio cómplice y
tal vez homicida del grupo. Hasta yo, incrédula, callé. Parecía disociada de la
realidad.
…Y allá fue el
inocente, el osado, el confiado en sí mismo, en ese salto increíblemente
hermoso de tan solo un minuto, un minuto que podía depararle la vida o la
muerte.
Me llevó otro tanto,
pero esta vez eterno, el saberlo…
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