PINTOR CON MIRIÑAQUE de Alejandro Scalise

Tensa su piel estriada pero deja caer sobre el rostro un hirsuto cabello que aún cubre sus ojos. Un pájaro grita y asusta mis dedos; dejo mi lápiz y observo una punta afilada que esconde su mano derecha. (Noto, él talla la piedra como yo pinto el lienzo).
Nada hay que nos impida mirarnos de cerca y dejar que se escriba su extraño color. Yo sé que él entiende mi arte sincera como yo comprendo su miedo a este mundo. Tomo mi espejo y delineo los últimos rasgos del silencioso amigo. Cuando comienza a moverse, como si quisiera acercarse a la tela y ver mi trabajo. Siento su olor de repente, le muestro su cuerpo y veo que entonces, tal vez, no comprenda. Sus ojos de pelo se cierran y exclama (esperé escuchar la voz de la figura). Pero no pronuncia ninguna palabra, sólo un espasmo como si riera un tronco con dientes de piedra. Ensangrentada en su mano turbia estruja la punta.
No puedo moverme, no puedo rogarle, confío en mirarlo y que no adivine mi profundo horror. Sin embargo, cuando me vi morir por un tajo feroz en la cabeza, se cruzó por mi mirada gris la piedra chorreada de sangre negra con la que desgarró mi pintura añil y mi caballete de pino. Ya a su merced imploré piedad y por segunda vez abrió sus ojos de caballo, me mostró que sólo con su nariz podría haber aspirado mi voz gangosa y ridícula del monte. Se marchó como se marcha al fin la daga del dolor de un peso muerto. Y quedé mirando los retazos de mi ropa de pintor manchados con esa sangre oscura. De rodillas agradecí a Dios y prometí jamás volver a intentar conjugar con mis dedos de alfeñique ese color que ardía en sus manos. Y si hoy escribo esta relación lo hago infausto y desangrado, ya que no me deja dormir el eco de ese grito vegetal que ahora viene a secuestrar mis adjetivos, nombres y verbos prelados. Al filo del alba juro saber callar, saber callar.-

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