DE PARO de Mónica Debuchy


Mi maestra de segundo grado era una persona mayor para mis ocho años. Ella tendría alrededor de cuarenta. Madre de cinco hijos y vecina mía. Su hija Monina era de mi edad y mi compañera de juegos en la vereda.

Recuerdo todavía las normas de urbanidad impartidas por mi señorita Irma: bien sentadas en el banco con la espalda derecha, solo los antebrazos sobre el pupitre. Para leer, paradas en el frente con los pies juntos, tomar el libro con la mano izquierda y pasar las hojas con la derecha sin mojarse el dedo ni balancearse. Cuando era yo la que leía rogaba que en la lectura no hubiese signos de interrogación o exclamación porque a veces los confundía y cambiaba el sentido del texto. En los puntos aparte, teníamos que levantar la vista y hacer una breve pausa, contando uno... dos... tres... mentalmente. Yo me había fijado un punto para no equivocarme, miraba siempre el cuadro de Sarmiento colgado en la pared arriba del pizarrón y con terror de no encontrar la misma línea al continuar.
Un día llegué a clases y me enteré de que se suspendían; los maestros estaban de paro. Aproveché la ocasión para acompañar a mi padre a realizar sus trámites bancarios. Durante el camino le pregunté qué significaba la palabra paro. Me explicó que es dejar de trabajar para llamar la atención a otras personas y obtener algo. “A los maestros siempre se les pagó una miseria”, agregó. “Todos los gobiernos se ponen anteojeras para no ver la realidad docente”. Yo no entendí bien esta última frase, pero me quedé callada.
Caminábamos por San Martín, la calle principal, cuando descubrimos un amontonamiento. La gente no avanzaba. Era por culpa de los maestros que  cortaban el paso manifestando frente a la gobernación. Estaban en el medio de la calle, con sus delantales puestos, sentados en sillas tijeras. Cada uno sostenía un paraguas, pese al sol radiante. Descubrí a mi maestra, la señorita Irma. Ella también estaba con su paraguas abierto y de él colgaba un cartel que decía: "Esperamos que nos llueva el escalafón” ¡Pobres maestras! No tenían plata ni para comprarse un calefón. Se bañarían en la tina, calentando agua en un mechero. ¡Y la señorita Irma siempre tan limpita y encima con cinco hijos! Imaginar todo eso me produjo una gran angustia. ¿Dónde podría conseguir un calefón usado para regalarle? Ese día la quise un poquito más, no sé si por su sacrificada vida sin calefón o por su sentido de lucha.
A la semana siguiente llegamos al grado y encontramos otra maestra, una suplente. La directora nos explicó que Irma no iba a estar más con nosotras, que había sido separada del cargo y enviada a una escuela rural; que Sonia, la nueva, era recién recibida, que tenía muchas ganas de trabajar y que seguramente pronto la íbamos a querer como a Irma. Yo escondida debajo del banco me sequé las lágrimas con el ruedo del delantal. Pese al bajo rendimiento escolar que tuve a partir de ese momento, a fin de año pasé a tercer grado. En ese mismo establecimiento terminé el primario, el secundario y me recibí de maestra. Después me casé y vine a vivir a Buenos Aires. Nunca olvidé mis años de alumna, creo que los más felices de mi vida.
Al cumplir los veinticinco años de egresadas, retorné al colegio; nos encontramos todas,  ya señoras de, profesionales, madres. Pregunté por la señorita Irma.
– ¿Cómo, no sabías?
– Hace veinte años que vivo en otra ciudad.
– Murió el año pasado. Su segunda hija ¡gue… rri… lle… ra! ¡mon... to… ne… ra!  Abogada y defensora de presos políticos, desapareció una noche de junio de 1976. Alguien la reconoció  en un campo de concentración, en la  Perla. Su  madre, ya anciana, soportó poco tiempo tanto dolor –me informó una compañera y siguió mostrando fotos de su último veraneo en el Caribe.
Guardé silencio con un nudo tremendo en la garganta. ¿Monina, su hija, mi amiga? La que me prestaba los patines, la que siempre intervenía para apaciguar nuestras riñas infantiles. Ya no me interesó más el reencuentro, no me importaban los comentarios de mis antiguas compañeras sobre lo difícil que es educar hijos adolescentes o de las clases de aerobic que debían tomar en la semana para mantenerse en forma.
Su madre luchó por los salarios docentes, su hija defendió a los que pensaban distinto. Terminé preguntándome: ¿el sentido de lucha, el compromiso, la militancia, se transmite por genes o por ejemplos de vida?
Hoy salí temprano de la oficina. Al llegar a Avenida de Mayo, el colectivo no avanza más. ¡Son los docentes!, comenta un pasajero. Me bajo. Veo una forma distinta de protestar a la que yo recordaba. Los que encabezan la marcha llevan sobre su pecho un cartel que dice "Maestro ayunando”. Atrás de  una inmensa bandera cientos de colegas, padres, alumnos y muchas pancartas: Condiciones deplorables de trabajo. Salarios de hambre. Falta de capacitación. Recortes y deudas salariales.
Aquella vez estaba acompañada por un adulto. Esta vez podía decidir yo. Comienzo a caminar junto a ellos. ¿Cuánto tiempo pasó entre uno y otro acontecimiento? ¡Muchísimo! Pero los reclamos siguen siendo los mismos. ¿Y las respuestas cambiaron? Miro hacia arriba. Asomada a un balcón, con su delantal blanco, almidonado y sosteniendo el paraguas negro en la mano derecha, una anciana me dice que no con la cabeza. 

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