CARMEN Y RAÚL de Ana María Príncipe

Simón ahuecaba sus manos, se las llevaba hacia la boca y gritaba:
– Doña Carmen, soy Simón el que la llama.
Y la vieja puerta de madera, crujiendo sus años, se abría y daba paso a una figura especial.
Cargando sus años sobre su espalda abrigada con un chal, apoyada en un báculo, con ropas hasta los tobillos y cabellos canos enredados en rulos que caían sobre su cara como tapando las arrugas del tiempo, esbozaba una sonrisa, hurgando con sus ojos la silueta de Simón.
– ¿Qué decís Simón, cómo estás?
– Bien, Doña, voy al mercado, ¿precisa que le traiga algo?
– Y sí, precisaría papas, verdurita y un hueso de caracú con carne, para hacer una sopa
– Bueno, ¿nada más?
– No, nada más, acercate que te doy la plata.
Simón se acercaba y recibía un rollito de billetes de diez pesos.
– Bueno Doña, después le rindo cuentas.
– Está bien, comprate unos caramelos para vos.
Y raudo partía Simón, mientras Carmen cerraba la puerta, giraba hacia la habitación de su casa y le comentaba a Raúl, su esposo:
– Esta noche vamos a tomar una rica sopa, ¿querés que la haga con arroz o fideos?
– Con lo que vos quieras, todo me gusta. Pero cerrá bien la puerta, hace frío.
Raúl giró la perilla de la vieja radio, elevó el volumen y con sus dedos tamborileando sobre la mesa, acompasó el dos por cuatro que en ese momento escuchaba.
Y así vivían estos dos seres su ancianidad, acompañándose con amor. Esta pareja que Dios había unido y que nada ni nadie la había separado.
Sus dos hijos habían buscado horizontes en otros países. Ocupados en sus negocios, rara vez se hacían presentes. Eso sí, les enviaban dinero, el que nunca les faltó.
Ellos, reales con la vida que les tocaba vivir, alardeaban siempre del amor que los unía.
Carmen fue a doblar la ropa que había retirado de la soga y Raúl, entusiasta de los tangos, acompañaba con su cascada voz la letra que recordaba, haciendo dueto con Floreal Ruiz, Raúl Lavié o quien cantase en ese momento.
Y así transcurría el tiempo para ellos, buscando siempre el suave matiz que les pintara la vida.
A veces Raúl, en vez de cantar, tomaba a Carmen por la cintura y la guiaba con los pasos de un tangazo. Ella reía, burlándose de su propia inexperiencia en el baile y también feliz de sentirse abrazada sensualmente.
La casa que habitaban estaba ubicada en Tartagal, Salta, ya que les encantaba vivir en contacto con la naturaleza.
Las lluvias en ese lugar se hacen muy intensas en cierta época del año. Y ese señalado año fue el peor.
Llovió con tanta intensidad, que produjo el ablandamiento de la corteza de las montañas y en consecuencia la inevitable avalancha.
Todo quedó cubierto, la casa con sus ocupantes, la radio, la sopa humeante.
En vano algunos vecinos que se salvaron trataron de ayudar; era imposible, el lodo resbaladizo y pegajoso siempre llenaba los huecos que se hacían al cavar.
Dado el tiempo transcurrido, Raúl y Carmen engrosaron la lista de los desaparecidos; aunque algunos vecinos dicen que en noches de luna, desde ese lugar, surge una melodía con sabor a tango.

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