EZEQUIEL de Luisa Vallejos

La tormenta atenúa los ruidos de la ciudad. La lluvia intensa cae sobre su cara. En la noche los charcos semejan espejos trozados, en los que se reflejan las luces de los autos o de algún letrero encendido. Está dentro de una catedral invertida, un vitral por piso y por techo el espacio oscuro e infinito.
Pedro camina rápido, no tiene frío pero igual lleva levantado el cuello del sobretodo y la bufanda casi tapándole los ojos. Así se siente protegido, separado del mundo. Las lágrimas y las gotas de lluvia se mezclan descendiendo sin cesar. En la mano lleva  una pequeña maleta.
Sólo quiere caminar sin importar adónde.

Todo había sucedido como en un vértigo. En las horas vividas se sintió suspendido, llevado, sin poder recordar si había andado sobre sus pies.
Lo  que ocurrió comenzó en el instante en que dijo –Me gustaría visitar a Ezequiel.
Hacía solo tres días que había descendido del tren con una pequeña maleta y ansias de descanso; sin embargo, las figuras de su familia que quedaron agitando las manos en el andén provinciano estaban borrosas en su memoria, como si hubiera pasado un largo tiempo desde aquel momento.
Pedro vivía en un pueblo del interior, pequeño, tranquilo, con la quietud que él deseaba para trabajar. Todas las veces que bajaba a la ciudad era para ir a las bibliotecas por consultas y encontrarse con amigos y colegas. La estadía se desarrollaba siempre en un mismo perímetro dentro de la ciudad. Cumplía con trabajos, conferencias o reuniones sociales y se volvía a su pueblo.
Pero esta vez, había decidido llegar a la ciudad y deambular sin rumbos ni compromisos.
Al bajar del tren, como un destello se le apareció la figura larga y delgada de Ezequiel. Y se dijo: me gustaría visitarlo. Habían sido muy compañeros durante la adolescencia y los primeros años de la juventud.
Pensando en él, salió de la estación camino del hotel. Llegó, se cambió y pidió al conserje un plano de la ciudad para ubicar la dirección que tenía en su agenda. Al encontrarla, se dio cuenta de que no conocía esos barrios, nunca había llegado más allá de su itinerario habitual en la zona céntrica.
Ya en la calle subió a un taxi con muchas expectativas.
Después de viajar un rato que le pareció largo debido a su ansiedad, fueron dejando atrás el centro y los barrios elegantes. A medida que avanzaban la edificación iba cambiando, ya no más edificios confortables y viviendas con jardines.
Frente a los ojos de Pedro aparecían casas de construcción precaria. Se dio cuenta de que desconocía esos lugares, lo que veía eran casas sórdidas con ventanas cerradas a veces con cartones y rendijas donde se adivinaban miradas recelosas. Una visión de un mundo existente que lo sorprendió llenándolo de angustia.
El auto se detuvo y el conductor le dijo que habían llegado.
Titubeó al descender, pero luego con firmeza despidió el taxi.
Parado frente a la puerta no se atrevía a llamar. Golpeó y esperó. Le abrió la puerta un anciano que lo miró interrogante.
- Busco a Ezequiel. Soy Pedro, un amigo de su mismo pueblo.
El hombre lo miró, se hizo a un lado y lo dejó pasar. Después de recorrer un pasillo largo y estrecho, desembocaron en un gran espacio donde había cantidad de cosas apiladas con cierto orden. Unas personas iban y venían acarreando paquetes que distribuían por el galpón, porque eso era en realidad el lugar, un gran galpón, con su antigüedad y deterioro reparados con más deseo que técnica. Parches tapaban lo que seguramente eran goteras y la falta de algunos vidrios se cubría con cartones y telas plásticas.
El hombre llamó: – Ezequiel, te buscan.
Se oyó una voz : – Por aquí, estoy detrás de la pila grande.
Pedro se emocionó al reconocer la voz del amigo como siempre pausada, afectuosa. Se acercó. Una figura alta y huesuda hizo lo mismo. Se encontraron, abrazándose con alegría. Una misma pregunta rebotaba de uno a otro: – ¿Qué pasó, qué hacés, cómo estás?
Encontró a Ezequiel más delgado, encanecido. Su mirada dulce y penetrante era la misma, pero en su cara se habían tallado arrugas de tristeza.
Más serenos, fueron hacía un rincón donde había una mesa y unos bancos,  sentándose uno frente al otro.
Acodado en la mesa y hablando lentamente, Ezequiel le explicó lo que hacía en ese lugar. Había llegado a esos barrios siendo estudiante, para completar una investigación que necesitaba  para la tesis de su carrera. Fue así que se encontró con las historias de estas gentes y tomó contacto con sus vidas.
No había podido ser indiferente. Los hombres, las mujeres y sobre todo los niños, hicieron que Ezequiel dedicara su vida a acompañar a estos seres olvidados por la sociedad.
Todos los días, Ezequiel visitaba barrios de viviendas inseguras, sin terminar, y cubriendo la falta con cualquier material de desecho, ayudaba y enseñaba a construir. Llevaba su afecto, su palabra y también todo lo que pudiera reunir para remediar las carencias.
Ezequiel le pidió que lo acompañara en sus visitas, Pedro accedió y a partir de entonces perdió la noción del mundo y del ámbito que había sido el suyo durante años. Vio lo que seguramente habría querido ignorar. Atrapado en sus estudios las noticias le pasaban de lado, no se detenía a prestarles atención.
Pensaba: ¿qué vida he vivido? Un mundo ajeno y abrumador existía y él, aislado en su pueblo, sentado ante su escritorio y mirando por la ventana el cielo y los cerros lejanos.
La imagen de Ezequiel que con humildad creaba a su alrededor afectos fraternales, y la de esos chicos que lo rodeaban jugando y riendo, habían penetrado hondo en Pedro.
El hecho que determinó su destino, sucedió una tarde en que habían ido a un barrio abigarrado de casuchas y pasillos. Como de costumbre los chicos llegaban corriendo cuando veían a Ezequiel.
En esa villa vivía Nico con su familia; su casa era una casilla de chapas y cartones tan precaria que daba la impresión de caerse a pedazos al menor soplo. Ezequiel comentaba los planes que tenía para mejorarla cuando apareció Nico en la puerta gritando.
– ¡Ezequiel, viniste! ¡Ahora voy, esperame!
Al decir esto, empezó a correr hacia ellos. De pronto, se inició un tiroteo. Para un lado y para el otro de la calle, cruzaban las balas.
Ezequiel gritó desesperado y fue a su encuentro.
– ¡ Nico, cuidado!
Lo cubrió con su cuerpo, lo alzó y empezó a caminar con el niño entre los brazos.
Ezequiel se fue cayendo mientras la sangre lo cubría. Una bala lo había alcanzado y yacía en el suelo mientras Nico a su lado lo abrazaba llorando.

Para Pedro no hay olvido. Con la valija en la mano y rumbo a la estación, sólo puede llorar.
Cruza la avenida y se para frente a la entrada. Dentro los trenes indiferentes solamente se ocupan de llevar gentes, también indiferentes.
Con angustia se pregunta: ¿cómo vuelvo a mi pueblo? Ese mundo que se le ha presentado como una herida sangrante, lo lleva a preguntarse una vez y otra vez: ¿cómo puedo volver?
Piensa en Ezequiel y retorna sobre sus pasos, cruza la avenida y con la valija en su mano, Pedro se pierde en la oscuridad.
La lluvia cae sin parar, el piso brilla y las catedrales siguen invertidas.  

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