SERENATA de Arturo Belda

– ¿Qué te pasa, mijo, que andás con esa cara?
– Me quiero matar, mama, me quiero morir.
– Venga mijito, cuéntele a su madre.
– Resulta, mama, que anoche fui a darle una serenata a mi novia. Fuimos con los músicos y estrenamos una canción que yo le compuse para ella, para la Martita.
– Ah, la Martita, la rubita, la hija de la Luisa.
– Sí, mama. Vino el Moncho con la guitarra, el Anselmo con la flauta y el Saturnino con el arpa. El pobre la trajo cargada, porque el hermano de él se había llevado el carrito de mano.
– Me gusta eso de las serenatas.
– Bueno, qué pasa, que esperábamos que se asomara a la ventana la Martita. Y no, ¿qué pasó? Se asomó un hombre y dijo: “espere mozo, que tengo que hablar con usté”. Bajó el hombre por las escaleras y ¡gran sorpresa! ¿Sabe quién era, mama? El tata en persona.
– Ah, sí, tu padre siempre supo andar por lo de la Luisa, y por muchas otras partes también.
– Bueno, mama, pero lo que pasa es que el tata, muy serio, me llevó a un lado y me dijo: “Usté, mijo, no se puede casar con la Martita y olvídese de ella para siempre. Ustedes dos no se pueden casar”. “¿Por qué, tata?” “Porque esa niña es su hermana”.
– Jua, jua, jua, ese viejo loco no sabe lo que dice.
– No, mama, no diga eso, que bajó también doña Luisa y llorando me dijo lo mismo. Desde la calle se oían los berridos que pegaba la Martita, y a mí se me partía el corazón con la pena.
– No hagas caso, mijo. La Luisa es una buena mujer, pero ella siempre tuvo niños entreveraos, nunca supo bien quiénes eran los padres. Se ponía a calcular cuándo había sido y nunca estaba segura. Siempre fue muy mala para los cálculos.
– No, mama, estaban los dos muy seguros. Además me dijeron que si nos casábamos cometíamos pecado mortal y Dios nos iba a castigar. Todos los hijos nos iban a salir lobizones.
– ¡Vaya puta! No diga eso, mijo. Usté se puede casar tranquilamente con la Martita. ¿No ve que ella es Sosa y usté es Ramírez? No son hermanos.
– Sí, mama, en los papeles está bien, pero la sangre es lo que manda.
– La sangre no manda nada, tu madre te lo dice. No pasa nada. Si la querés y ella te quiere a vos, casensen y sean muy felices. No son hermanos.
– Pero mire, mama, que doña Luisa me juró que era cierto, que es mi hermana. Me dijo que ella será tonta pero que nadie sabe mejor que ella lo que pasa en su casa.
– ¡Claro que es tonta la pobre, mijo! La Luisa sabe lo que pasa en su casa y yo sé lo que pasa en la mía. Si yo, hijo querido, te digo que se casen tranquilos, que no son hermanos, es porque yo sé muy bien, ¡yo sé muy bien lo que te digo! Y mirá que yo no soy tonta.

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