LA FRANCESA de Silvia Zunino

Elisa llegó tarde. Como  de costumbre dio mil vueltas para retrasar la visita a casa de su abuela quien cada 14 de julio cumplía sus años. A esa altura ya habría apagado las velitas así que, según sus cálculos, el encuentro iba a ser más corto y su huida más rápida. No soportaba que la obligaran a cumplir con esa rutina hipócrita donde ninguno de los asistentes tenía ganas de estar. Aunque la pobre vieja lo sabía de sobra se esforzaba por recibirlos con toda la pompa y con lo que le quedaba del juego de porcelana. Elisa detestaba que la familia se sacara la fecha de encima ensobrando unos pocos pesos que ni siquiera cubrían los gastos del festejo. Sabía muy bien con qué poco se arreglaba el resto del año porque la visitaba, a escondidas de su madre, desde el comienzo del secundario. Se sentía en falta por mentir, pero sabía que si quería evitar problemas era mejor ocultar esas idas a verla. Siempre  la tanteaba para que le contara su versión de las cosas y ella, invariablemente, cambiaba de tema. Pero en una de esas tantas embestidas, Elisa la escuchó que mascullaba: “Pero si me casaron, a mí nadie me preguntó nada”.  Lo había dicho dándole la espalda mientras abría la heladera para sacar un sifón de soda. Parecía que solo así, sin mirarla a la cara, Tesa se animaba a dar algunas de las respuestas que su nieta le pedía.  “Las cosas en esos años y en el campo eran muy duras. Imaginate, once bocas. Once, entre hermanos y hermanas, mi padre, un labrador y mamá, una campesina como él”. Mientras ella le contaba, Elisa miraba ese cuerpo pequeño y encorvado, pero ágil y gracioso, que no paraba de andar de un lado para el otro. Sin dejar de mirar hacia la pared Tesa continuó y le dijo: “Apareció un día, trajeado de oscuro, ni alto ni petiso, flaco y con poco pelo en la cabeza, de piel cuarteada y unas manos que parecían conocer la tierra. Preguntaba por algún terreno para comprar. Recién llegaba de Italia con algunos ahorros. En fin, que cualquiera fueran sus planes, mis padres vieron la oportunidad de sacarse a una de nosotras de encima. En ese entonces, a las chicas se las mandaba a trabajar, si conseguían dónde colocarse, se metían a monjas o se las casaba”.  Y ahí fue que haciendo un giro sobre la punta de su pie, como si fuera una bailarina clásica saludando a su público, miró a Elisa y, señalándose el pecho con sus dos pulgares, le preguntó si podía adivinar a cuál de las siete hermanas habían elegido para no mandar al convento. “Y eso fue porque vos serías la más fea de todas” le dijo Elisa con ternura. De veras que debe haber sido lindísima pensó mientras le adivinaba el fuego que todavía chispeaba en sus ojos. “Mirá, no sé por qué habrá sido, pero como el tano no tenía familia y andaba con ganas de afincarse allí, en Lobos, o en la Capital, con el casorio mataba dos pájaros de un tiro. ¿Vos oíste hablar del tiro al pichón o a la pichona? Imaginate el cuadro. Una pajarita de 16, bien alimentada, linda, hacendosa y obediente, sin dote pero que valía lo que pesaba. No había ni que pensarlo, ni el tano ni mis padres y mucho menos yo. Yo no estaba allí para pensar. ¡Qué va! Menos que un cero antes de la coma”. Tesa se había sentado a la mesa cerca de la ventana que daba al patio. Fijó la mirada en algún punto perdido hasta que le ardieron los ojos. Elisa dejó pasar el silencio y esperó a que pasara otro más y como bromeando le dijo: “no exageres, ni que hubieras nacido en la Edad Media”. “No, en 1911, en cuanto a esto de cómo llegué al matrimonio con tu abuelo. Fue en ese año y ya en el 12 nacía tu tía Margarita y dos años después Pepa, tu mamá. Cuando nació ella nos vinimos para Buenos Aires”. La abuela se levantó, encendió la hornalla y puso a calentar agua para hacer té. “Ahí me quedé sin mi familia, solos él y yo con las dos nenas chiquitas. Lo que en el campo se me hacía más llevadero, en la ciudad se convirtió en pesadilla. Él me llevaba más de 15 años. Era un tipo seco, tosco, áspero. Lo único que le importaba era ahorrar. Un miserable que me acusaba de usar mucho aceite para freir las papas y que pretendía que día por medio me cambiara de pie los únicos zapatos que tenía para gastar las suelas parejitas. Y no quiero hablar más porque me sube la presión”. Tesa preparó panes con manteca y los espolvoreó con azúcar. “Yo sé que te gustan así. Si te canso avisame que paro, porque cuando me pongo a hablar no me doy cuenta y a lo mejor te estoy cargando con estas historias mías… aunque creo que ya tenés edad para saber cómo fueron las cosas y sacar tus conclusiones. No quiero morirme y que vos pienses lo que todos en esta familia”. Se había puesto colorada y la lengua se le secaba adentro de la boca. Tomó de su té y miró a Elisa. “Que fui una puta por dejar a ese hombre y haberme ido con otro”. “¡No!, no digas eso. Yo nunca oí que nadie hablara así de vos”. Elisa quería consolarla de cualquier manera pero ella misma no podía salir del asombro de que esa viejita que tenía enfrente hubiera tenido semejante coraje. “Me sacaron a mis hijas por eso. Porque un juez dijo que yo era una puta adúltera. Una puta que parió a unas hijas que serían mejor criadas como pupilas por las monjas. Una puta que ahora es una honorable viejita a quien únicamente llaman por su nombre de pila”. “Y lo bien que hacen” le dijo Elisa “con lo lindo que es. Sos la única Tesa que conozco y  de ahora en más serás solo para mí la puta abuela de mi alma, y te digo más, si alguna vez escribo un cuento será la tuya la versión verdadera, serás vos la heroína y yo quien te perfume el corazón con un ramo de jazmines y te absuelva”.

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