ESCRIBIR LA LECTURA

(fragmento y adaptación de “Escribir la lectura” en El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura de Roland Barthes. España, Ediciones Paidós, 1987)

¿Nunca les ha sucedido, leyendo un libro, que se han ido parando continuamente a lo largo de la lectura, y no por desinterés, sino al contrario, a causa de una gran afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no les ha pasado nunca eso de leer levantando la cabeza?
Es sobre esa lectura, irrespetuosa, porque interrumpe el texto, y a la vez prendada de él, al que retorna para nutrirse, sobre lo que intento escribir. Para escribir esa lectura, para que mi lectura se convierta, a su vez, en objeto de una nueva lectura, me ha sido necesario, evidentemente, sistematizar todos esos momentos en que uno “levanta la cabeza”. En otras palabras, interrogar a mi propia lectura ha sido una manera de intentar captar la forma de todas las lecturas (la forma: el único territorio de la ciencia), o, más aún, de reclamar una teoría de la lectura.
Ese texto, que convendría denominar con una sola palabra: un texto-lectura, es poco conocido porque desde hace siglos nos hemos estado interesando desmesuradamente por el autor y nada en absoluto por el lector; la mayor parte de las teorías críticas tratan de explicar por qué el escritor ha escrito su obra, cuáles han sido sus pulsiones, sus constricciones, sus límites. Este exorbitante privilegio concedido al punto de partida de la obra (persona o Historia), esta censura ejercida sobre el punto al que va a parar y donde se dispersa (la lectura), determinan una economía muy particular (aunque anticuada ya): el autor está considerado como eterno propietario de su obra, y nosotros, los lectores, como simples usufructuadores: esta economía implica evidentemente un tema de autoridad: el autor, según se piensa, tiene derechos sobre el lector, lo obliga a captar un determinado sentido de la obra, y este sentido, naturalmente, es el bueno, el verdadero: de ahí procede una moral crítica del recto sentido (y de su correspondiente pecado, el “contrasentido”): lo que se trata de establecer es siempre lo que el autor ha querido decir, y en ningún caso lo que el lector entiende.
A pesar de que algunos autores nos han advertido por sí mismos de que podemos leer su texto a nuestro modo y de que en definitiva se desinteresan de nuestra opción, todavía nos apercibimos con dificultad de hasta qué punto la lógica de la lectura es diferente de las reglas de la composición. Estas últimas, heredadas de la retórica, siempre pasan por la referencia a un modelo deductivo, es decir, racional: como en el silogismo, se trata de forzar al lector a un sentido o a una conclusión: la composición canaliza; por el contrario, la lectura (ese texto que escribimos en nuestro propio interior cuando leemos) dispersa, disemina. Con la lógica de la razón (que hace legible la historia) se entremezcla una lógica del símbolo. Esta lógica no es deductiva, sino asociativa: asocia al texto material (a cada una de sus frases) otras ideas, otras imágenes, otras significaciones. “El texto, el texto solo”, nos dicen, pero el texto solo es algo que no existe: en esa novela, en ese relato, en ese poema que estoy leyendo  hay, de manera inmediata, un suplemento de sentido del que ni el diccionario ni la gramática pueden dar cuenta.
Quiero decir que toda lectura deriva de formas transindividuales: las asociaciones nunca son, por más que uno se empeñe, anárquicas; siempre proceden (entresacadas y luego insertadas) de determinados códigos, determinadas lenguas, determinadas listas de estereotipos. La más subjetiva de las lecturas que podamos imaginar nunca es otra cosa sino un juego realizado a partir de ciertas reglas. ¿Y de dónde proceden esas reglas? No del autor, por cierto, que lo único que hace es aplicarlas a su manera; esas reglas proceden de una lógica milenaria de la narración, de una forma simbólica que nos constituye antes aún de nuestro nacimiento, en una palabra, de ese inmenso espacio cultural del que nuestra persona (lector o autor) no es más que un episodio. Abrir el texto, exponer el sistema de su lectura, no solamente es pedir que se lo interprete libremente y mostrar que es posible; antes que nada, y de manera mucho más radical, es conducir al reconocimiento de que no hay una verdad objetiva o subjetiva de la lectura, sino tan sólo una verdad lúdica; y además, en este caso, el juego no debe considerarse como distracción, sino como trabajo. Leer es hacer trabajar a nuestro cuerpo siguiendo la llamada de los signos del texto, de todos esos lenguajes que lo atraviesan y que forman una especie de irisada profundidad en cada frase.
Al leer imprimimos también una determinada postura al texto, y es por eso por lo que está vivo.

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