LA POLAQUITA, de Oscar Sánchez


– Hay un lindo árbol que tendrá mis años, ¿sabe? Lo veo crecer fuerte, casi como a uno de mis hijos. Y se me antojó un sueño, quisiera poder matear con la patrona debajo de su sombra. Si me lo permite, Don Federico, me haría un ranchito allí; es apenas una lonja de terreno pegado al tambo de Doña Julia. Desde boyero lo vengo viendo crecer. Ya sé, no me diga, está cerca el bañado y puede inundarse. Con unas carradas de tierra lo levanto un poco. Gracias, Don Federico, lo voy a invitar con los primeros mates que tome en mi rancho.
Jacinto Ahumada era serio, prolijo, de pocas palabras, trabajador. Llevaba muchos años en la estancia. Con la mujer bastante preñada y los dos hijos mayores palearon y pisotearon el adobe para la cocina, el piso bien parejo y de tierra, la pieza íntegra de chapa. No tardó en cumplir su sueño. Una tarde me acerqué para dejar instrucciones y la sorpresa fue grata: las calas y los narcisos creciendo a la vera de la zanja, la casita baja y pintada con cal, los chicos correteando y el hombre a la sombra del árbol tomándose un amargo.
– Péguese una refrescada, Don Federico, no va a encontrar mejor agua por aquí.
Bajó el brazo de la bomba y el líquido fluyó fresco y transparente; le hice caso, en enero siempre el calor es intenso.
– Lo felicito, Jacinto, hizo aquí un vergel.
– Gracias, Don.
– Juancito, tráigale una toalla limpia al señor y dígale a su madre que ponga a calentar la pava.
– Gracias, ando medio apurado, ya me los convidará otro día.

La Polaca llegó al campo y la señora Gertrudis consideró que podía ser útil para los trabajos de la casa grande. Mi tarea era administrar y con eso ya tenía bastante. Me pareció una mujer con poca salud y para peor con una polaquita colgada de su teta. Sabía que venían del norte, no mucho más.
En algo me equivoqué; resultó ser muy trabajadora y simpática, tanto que la señora mayor, cuando estaba, no quería que la atendiera otra que no fuera ella.
La polaquita creció, y los niños de los patrones, que la invitaban a sus juegos, también. A los quince, el mismo día de su cumpleaños, su madre, la polaca, se descompuso. La cargué en la camioneta para llevarla al pueblo. A las pocas horas la estábamos velando.
La señora Gertrudis dijo que la polaquita no podía permanecer ni un minuto más en la estancia. No pregunté por qué, no era mi trabajo. Con un atadito de ropa en la mano izquierda y su muñeca rubia de trapo en la derecha se fue.

Solo, el bolichero esperaba detrás del estaño la visita de algún parroquiano.
-¿Qué anda haciendo, Don Federico?
Al hombre le extrañó mi presencia.
– Sírvame una grapa y déjeme preguntarle por la polaquita, aunque no me lo crea me ha quedado el alma estrujada desde el mismo día en que salió de la casa grande.
– Linda esa gurisa, le puedo contar lo que escuché de la boca del mismo Jacinto. Dicen que casi siempre el hombre mamado habla verdades.

La chinita, atrevida como ella sola, golpeó las manos y Jacinto se asomó
– ¿Qué busca m´ija? –le preguntó relojeándola de arriba abajo.
– Trabajo y techo, don, puedo ayudar a la señora en sus tareas y si me lo pide puedo trabajar en la huerta, lo que ordene- le contestó resuelta.
– Entre –le ordenó.
– Decime: ¿Para qué la querés a esta chinita? –la mujer del Jacinto se resistió con poca suerte.
– Tranquila mujer, dele un plato de sopa y a dormir.
El Jacinto llegó una tarde y su hijo mayor jugaba con la polaquita, los dos muy entretenidos subidos a la horqueta de ‘su árbol’. Se acercó casi sin que se dieran cuenta; el batoncito dejaba a la vista las piernas blancas, no pudo evitar mirarla.
Era día de cobro y esa noche se vino pa´l boliche. La vuelta, de madrugada, al entrar en la cocina la vio. El colchón en el piso y otra vez las piernas blancas, sólo que esta vez las vio desnudas. Estaba lo suficientemente borracho, eso dijo. Se acostó a su lado, olió el perfume de su pelo. Sólo la mano le bastó para taparle la boca y la convirtió en su hembra. La polaquita apretó fuerte su muñeca rubia de trapo con la mano derecha.
Con la mirada fija en el vaso casi vacío vomito esta historia que me deja el gusto ácido y amargo que él mismo sentía.
A la mañana siguiente Jacinto se levantó. Necesitaba orinar; tenía una gran resaca. Salió del baño y al mirar su árbol la vio en la horqueta, colgada, sin sus lindos ojos celestes. Colgaba inerte, como de la mano derecha de la polaquita, la muñeca rubia…   

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