LAS HORAS FELICES

de Andrea Babini


Las mañanas de invierno guardan cierta violencia y es mejor no oponerse a ellas. Sus brazos de pulpo están a punto de atacar en cualquier momento y uno termina por ser nada frente a ellas. Una cosita maleable, una fotografía velada, una palabra perdida en el viento, un instante de felicidad opacado por los años.
Y sin embargo, como si no quedara otra cosa por hacerse, sacás la mano del abrigo de las mantas y la enfrentás al aire helado. Tus ojos se abren frágiles todavía, y en ese soplo de tiempo la conciencia adormecida te dicta los restos del sueño que apenas recordás. Harás el esfuerzo (aunque el café lo borrará cuando invada las imágenes y las palabras) todavía acostada en la cama que no compartís con nadie, por eso también helada, igual al aire que envuelve la habitación. Tu cabeza se mueve un centímetro o dos, lo suficiente para volver un segundo atrás, cuando estabas aún más adormecida. Y esa mano que enfrentás al gélido ambiente de la realidad retiene el calor del sueño, un calor que olvidarás también cuando el café haga su trabajo.
Pero ahora, en la cama, volvés a cerrar los ojos, volvés al rostro anónimo en la vigilia que te hablaba en el sueño sin palabras.
– Estás más flaco –le dijiste.
Su mano tocaba tu mano. A tu alrededor había personas, aunque parecían estatuas. Las manos se tocaban y vos pensaste que el tiempo, en realidad, no transcurría jamás. Porque algo te dijo –esa mirada, esa confianza– que siempre –un siempre que existía entonces concretamente–los ojos de ustedes se miraban y las manos se tocaban, y decías esa frase, repetida hasta la inconsistencia.
– Más flaco, estás más flaco, estás más flaco.
Dejaste que sus dedos tibios acariciaran las junturas de tus dedos, que palparan los huesos, la piel que conocía de memoria, a ciegas, en ese lugar oscuro como todo lo incomprendido, entre gente que miraba sin ver.
Duró un instante o toda la noche. En este momento, incluso, sigue durando. Bajo las mantas el tiempo no mide nada. Pero ahora el sueño se te escapa. Ahora escuchás los pájaros, el maullido de un gato triste, los ruidos de la construcción del edificio de enfrente. Y tu cuerpo empieza a sentir el hambre y el frío. Tu cuerpo expulsa la inconciencia y te levantás, maldiciendo el no haber escrito ese sueño que la almohada atesora y nadie más. Te levantás sabiendo que con el primer sorbo de café todo va a irse. Y que te vestirás y saldrás a la calle y tomarás el subte –combinación en Bolívar y luego en Diagonal–, saludarás a tus compañeros de trabajo y mentirás, dirás que estás bien, que no hay ninguna novedad, y en todo momento de la mañana sabrás que fuiste tan torpe, que debiste poner las imágenes felices en palabras. Hacés pis, te lavás la cara, los dientes, mirás tu pelo desordenado, tus ojos irritados, ves el reloj, apurás los preparativos, la cartera, la billetera, la agenda y entonces, entonces, cuando estás segura de todo, cuando estás sumida en esta realidad pobre y vacía, en esta realidad de relojes, subtes, cepillos de dientes y tazas de olvido, un sonido te descoloca, un sonido titilante, un tití - tití y amanecés al lado del hombre que te abraza con manos tibias, huesudas, amadas. Tu mente desnuda, sin rastros de nada.
Uno termina por ser una cosita maleable frente a las mañanas de invierno. Una foto velada, un sueño hamacándose al viento, un segundo de felicidad borrado por la vigilia y los años. 


4 comentarios:

  1. muy hermoso, como escuchar la música buscada, mientras el mundo se detiene un instante. sentí al leerlo, que las palabras me llevaban y me traían de vuelta. muy hermoso. sos una escritora mágica. L

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  2. Me conmueve esta narradora que no quiere abandonar el territorio del sueño para embarcarse en una rutina que la pierde entre las cosas. Me gusta ente decir y no decir para que el lector arme la historia.
    Marta

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  3. ¡Excelente! Las mañanas frías, las tazas de olvido y el final inesperado que da vuelta la historia como una prenda reversible.
    Claudio

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